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Pues sepa vuestra merced ante todas cosas que a llaman Lázaro de Tormes hijo de Thomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nascimiento fué dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre, y fué desta manera.

Abandonaron la carretera en Bellasvistas, y anduvieron por un camino hondo, entre tejares y tapias de huerta, junto a las cuales pasaban, espumosas y susurrantes, las aguas de un canal. Comenzaba a anochecer. El cielo era de color violeta; las lomas obscuras que cerraban el horizonte hacían resaltar sobre una faja de oro mortecino los negros bullones de la arboleda de sus cimas.

Junto a él estaba el ayudante, el que completaba su cuadrilla, un mozo pequeño y vivaracho, de simiesca agilidad, apodado Chispas, que no pensaba, como los otros, en el trabajo de los tejares, sino que, admirando a su maestro, deseaba continuar la caza todo el año.

Miquis, a ratos, hacía burlescos encarecimientos del paisaje. «Allá decía las pirámides de Egipto, que llamamos tejares; aquí el despedazado anfiteatro de estas tapias de adobes. ¡Qué vegetación! Observa estos cardos seculares que ocultan el sol con sus ramas; estas malvas vírgenes, en cuya impenetrable espesura se esconde la formidable lagartija.

Uno se despidió de sus amigos; ya no le volverían a ver en algún tiempo: al día siguiente iba a Madrid a presentarse en la Cárcel Modelo, para pasar en ella los ocho meses a que le habían sentenciado. Y todos, olvidando de pronto la caza, hablaban de la proximidad de la buena época, de la primavera, en la que se abrirían los tejares, ofreciéndoles un jornal en la corta de ladrillos.

Eran mocetones que por su aspecto parecían trabajadores de los tejares. A pesar del frío, marchaban ligeros de ropa y sin manta; algunos de ellos con la boina en la faja, como hombres que habían de emprender largas caminatas y sudar mucho en el curso de la noche.

El entusiasmo que la joven sentía era como los encantos de una moda que empieza. Iban, pues, los dos amantes, como he dicho, por aquellos altozanos de Vallehermoso, ya entre tejares, ya por veredas trazadas en un campo de cebada, y al fin se cansaron de tanta charla religiosa. A Rubín se le acabó su saber de liturgia, y a Fortunata le empezaba a molestar un pie, a causa de la apretura de la bota.

Bajaban a las hondonadas de tierra sembrada de mies raquítica; subían a los vertederos, donde lentamente, con la tierra que vacían los carros del Municipio, se van bosquejando las calles futuras; pasaban junto a las cabañas de traperos, hechas de tablas, puertas rotas o esteras, y blindadas con planchas que fueron de latas de petróleo; luego se paraban a ver muchachos y gallinas escarbando en la paja; daban vueltas a los tejares; se detenían, se sentaban, volvían a andar un poco, sin prisa, sin fatiga.

Pues sepa V.M. ante todas cosas que a llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre, y fue desta manera.

Pon muchísima atención: ¿te acuerdas de cuando mi hija, paseando una tarde por las afueras con Quevedo y las de Morejón, fué á dar allá, por donde vives, hacia los Tejares del Aragonés, y entró en tu choza y vino contándome, horrorizada, la pobreza y escasez que allí vió? ¿Te acuerdas de eso?