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Tenía un tipo repulsivo, chato, de mirada oblicua, pómulos salientes, la boina pequeña echada sobre los ojos, como si instintivamente quisiera ocultar su mirada.

Veía llegar los coches llenos de gente: las carretas ocupadas por familias mientras el aldeano marchaba a la cabeza de la yunta, guiándola con su larga vara; grupos de caseros en mangas de camisa, con la chaqueta y la boina al extremo del garrote que llevaban al hombre como un fusil.

Y tomando el canalón, que andaba por el suelo, y ocultando el sable debajo de los manteos, salió por la puerta. El barón cogió la boina, se puso un grueso montecristo de abrigo y le siguió. ¡Alto! exclamó antes de que hubiera dado cuatro pasos. ¿No te parece que echemos la espuela? Fray Diego dejó escapar un gruñido afirmativo.

Cuando estuvieron las dos víctimas atadas y con las espaldas desnudas, el ejecutor de la justicia, el mozo de la boina a rayas, se remangó el brazo y cogió una vara. El maestro de escuela, suplicante, imploró: ¡Pero si todos somos unos! El exguerrillero no dijo nada. No hubo apelación ni misericordia.

Delante venían tres hombres a caballo: dos con boina en la cabeza, el tercero con gorra pellejera, y detrás de ellos, en confuso desorden, hasta doscientos hombres, equipados diversamente, pero con buenas armas, y el mayor número con boina blanca. Traen uno cogido. ¡Pobrecito! dijo. Pateta, oprimiendo maquinalmente el fusil.

Dame el pañuelo me gritó él. Le di el pañuelo. A ver, la boina. Le di la boina, y mientrastanto me puse a sacar agua, para no pensar en la situación desesperada en que nos veíamos. Recalde cerraba el agujero por un lado, pero se le abría por otro. Sudaba sin conseguir su objeto. ¿Sabes andar? me dijo, ya comenzando a asustarse de veras. Muy poco contesté yo, con un estoicismo siniestro.

Pasaba en Bilbao por ser uno de los jóvenes más elegantes, pero cuando llegaban luchas electorales, se le veía con la boina sobre los ojos, empuñando un enorme garrote, al frente de los aldeanos de los pueblecillos inmediatos.

Era corpulento, la barba negra y enmarañada, la nariz grande y aguileña; vestía blusa azul, pantalones de color y alpargatas; en la cabeza llevaba boina negra. Vi con perfecta claridad lo que iba á suceder.

Por este arte despotricaba en sus adentros Leto Pérez bajando una mañana hacia el muelle, sin corbata ni chaleco, con una ancha boina en la cabeza y, por todo ropaje exterior, una americanilla y unos pantalones de lienzo. Como arreglaba la marcha al compás de los pensamientos, andaba con relativa lentitud, algo cabizbajo y con las manos en los bolsillos.

Zalacaín lo comprendió y se mostró indiferente y contempló sin turbarse al cura. Llevaba éste la boina negra inclinada sobre la frente, como si temiera que le mirasen a los ojos; gastaba barba ya ruda y crecida, el pelo corto, un pañuelo en el cuello, un chaquetón negro con todos los botones abrochados y un garrote entre las piernas.