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Uno se despidió de sus amigos; ya no le volverían a ver en algún tiempo: al día siguiente iba a Madrid a presentarse en la Cárcel Modelo, para pasar en ella los ocho meses a que le habían sentenciado. Y todos, olvidando de pronto la caza, hablaban de la proximidad de la buena época, de la primavera, en la que se abrirían los tejares, ofreciéndoles un jornal en la corta de ladrillos.

Las puertas del infierno se abrirían para ella cuando muriese, y quedaría sepultada eternamente en los tormentos de los condenados. Se estremeció de horror. ¿Sería posible que Dios la perdonase aquel gran pecado? No dudaba de su misericordia infinita, mas para ser perdonada era necesario arrepentirse. Entonces pensó vagamente en huir de su amante y hacer penitencia.

Y como la impresionable joven, cuando se entretenía en ver las cosas por su faz risueña y en hacer combinaciones felices llegaba a límites incalculables, empezó a ver llano y expedito el camino que antes le pareciera dificultoso; pensó que se le abrirían voluntariamente las puertas que creyó cerradas, y que todo iba bien, perfectamente bien.

Dejamos en la primera parte desta historia al valeroso vizcaíno y al famoso don Quijote con las espadas altas y desnudas, en guisa de descargar dos furibundos fendientes, tales que, si en lleno se acertaban, por lo menos se dividirían y fenderían de arriba abajo y abrirían como una granada; y que en aquel punto tan dudoso paró y quedó destroncada tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo que della faltaba.

No había más que presentarse, y los mismos soldados abrirían las puertas, poniendo en libertad a todos los compañeros presos. El gigantón quedó un momento pensativo, rascándose la frente, como si quisiera ayudar con estos restregones la marcha de su pensamiento embrollado. Está bien exclamó después de larga pausa.

El esclavo que trabajaba en el campo vivía perennemente amagado del látigo y el grillete, y el que lograba la buena suerte de residir en la ciudad tenía también, como otra espada de Damocles, suspendida sobre su cabeza la amenaza de que, al primer renuncio, se abrirían para él las puertas de hierro de un amasijo.

Si lo comprendiéramos, se abrirían para nosotros las puertas que ocultan primordiales misterios del orden moral y del orden físico; comprenderíamos el inmenso misterio de la desgracia, del mal, de la muerte, y podríamos medir la perpetua sombra que sin cesar sigue al bien y a la vida.

Con sus propias manos había quemado las mejores flores que se habían abierto, en una noche santa, en su alma mísera y estéril. ¡Pobres flores perdidas! No tenían quizá la fuerza de una idea creadora; pero eran, con todo, lo más exquisito de su alma. Entonces no existían ya, y no se abrirían ya nunca. No hay perdón, no hay remedio; tal es la ley cruel de la vida. No podía continuar solo.