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¡Fuera de allí! La señora deseaba salir del Clòt, donde la gente se codeaba con la mayor grosería y por dos veces había estado su velo próximo a rasgarse. Ella y Nelet, que marchaban con cuidado para librar al pavo de tropezones, entraron otra vez en el Trench, buscando los postres, la tiendecilla del turronero establecido en un portal.

Al llegar a casa volvió el tío Manolo a ayudarla a saltar del coche y ofrecerla caballerosamente su brazo para subir la escalera. El brigadier y su hijo marchaban detrás. Aquella hermosa señora que estusiasmó a Miguel, era hija de una familia sevillana, tan necesitada de bienes de fortuna como rica en timbres y blasones.

Después pasó el griego, seguido de dos admiradores, sudoroso, con la pechera arrugada y el chaleco subido, dejando ver la camisa entre sus picos y la cintura del pantalón. Levantaba los hombros con desprecio. El mundo estaba trastornado: ya no había lógica. ¡Por eso las cosas de la guerra marchaban tan mal!... Y se alejó hacia el pasaje subterráneo, para volver al Hotel de París.

No eran gotas, era un caudal seguido y espeso; las piedras del camino, lavadas y pulidas, se hacían resbalosas y las bestias marchaban con una prudencia infinita.

La madre y la esposa del torero, entre parientas y amigas, marchaban al frente, haciendo crujir a su paso la gruesa seda de las faldas negras y sonriendo dulcemente bajo sus mantillas.

Los domingos, y también algunas tardes serenas y templadas entre semana, iba todo el colegio de paseo, alumnos y profesores: marchaban de dos en dos uniformados por las calles de Madrid, y salían a menudo por el Salón del Prado hacia Atocha o por la puerta de Toledo hacia San Isidro.

El cow-boy más viejo abría los ojos con asombro infantil. «¡Y la mistress vivía encerrada contra su voluntad! ¡Y esto era posible!...» A los pocos minutos veíase Maltrana avanzando cautelosamente por el pasillo que conducía a su camarote, seguido de varios compañeros que marchaban en fila, conteniendo el aliento como si fuesen a sorprender a un enemigo dormido.

Inmediatamente marchaban los individuos del Ayuntamiento, con el alcalde a la cabeza, el cual llevaba bengala con puño y borlas de oro.

El soldado bromeaba ante el talle algo deforme de su mujer, saludando al ciudadano próximo á surgir, anunciándole un nacimiento en plena victoria. Un beso á la compañera, un cariñoso repelón á la prole, y luego se unió con los camaradas... Nada de lágrimas. ¡Valor!... ¡Viva Francia! Las recomendaciones de los que se marchaban eran oídas. Nadie lloraba.

La muchedumbre se estremeció, hizo la señal de la cruz y permaneció muda. La monja, entonces, haciendo signo con la mano a los que la rodeaban, se puso a seguir el rastro de sangre que el gitano había dejado sobre la arena. Todos marchaban en silencio, llenos de horror; llegaron por fin al matorral que ocultaba al gitano.