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Nos vamos a romper la mollera gemía yo, aferrándome al brazo del comandante, mientras que Pablo ofrecía el suyo a Blanca. ¿Estamos tristes, Reinita? me preguntó quedo el comandante. Habláis como mi cura respondí emocionada. Vamos a ver: ¿Queréis tener confianza en mi? Yo no tengo tristezas ni confianza en nadie contesté de mal modo.

Creyéronte fantasma, y lo eras; de pié, sobre un tejado batido por la lluvia huracanada, no eras masa de carne que gemía, eras la encarnación de algo soñado, un aliento que vive de quimeras, el último estertor de una agonía, aquella sombra tierna y desgraciada que con su cuerpo proyectó Rizal sobre el sol de una creencia, salvando su existencia con las luces espléndidas de su genio inmortal.

Venteaba, y todos los árboles, deshojados, accionaban con trágicos ademanes, alzando hacia las nubes grises sus brazos desnudos. Gemía la lluvia en incansable lloriqueo y todo era desolación y acabamiento en el paisaje, lo mismo que en el alma inocente de la niña de los ojos garzos. Nublados de lágrimas, miraban aquellos ojos hacia el pueblo de Luzmela.

El millonario Desnoyers se acordaba siempre de su viaje á América: cuarenta y tres días de navegación en un vapor pequeño y desvencijado, que sonaba á hierro viejo, gemía por todas sus junturas al menor golpe de mar, y se detuvo cuatro veces por fatiga de la máquina, quedando á merced de olas y corrientes.

Las cadenas en que Tomasuelo gemía y gozaba á la vez de verse cautivo, estaban suavizadas para el mozo, y en cierto modo justificadas para el público, con notable habilidad y profundo instinto.

Al amanecer cesó la persecución. Ya no se veía a nadie en la carretera. Creo que podemos parar gritó Bautista . ¿Eh? Llevamos otra vez el tiro roto. ¿Paramos? , para dijo Martín ; no se ve a nadie. Paró Bautista, y tuvieron que componer de nuevo otra correa. El demandadero rezaba y gemía en el coche; Zalacaín le hizo salir de dentro a empujones.

Feli no pudo contenerse por más tiempo, y su carcajada infantil rodó en el silencio como una campanilla de plata. Así transcurrió la noche. Los amantes ya no reían; callaban, como si durmiesen. En su habitación gemía la cama con ligeros temblores, cual si anduviesen ratas por debajo de ella. Al otro lado del tabique hablaba en sueños el señor Vicente, estremecido por el horror de sus visiones.

Los músicos seguían cantando, pero con suspiros melancólicos, al abrigo de una esquina, para librarse de las ráfagas furiosas del mar. «¡Morir... morir per te!», gemía una voz de barítono entre arpas y violines... ¡Y ella llegó!

Le dirigí algunas preguntas acerca del capitán; me contestó con monosílabos, y, en vista de que no manifestaba muchas ganas de hablar, enmudecí. El caballo tomó un trotecillo no muy cómodo, y por la carretera, húmeda, llegamos en una hora a la playa de las Ánimas. El viento silbaba y gemía con alaridos violentos; el mar bramaba en la playa y la resaca debía de ser furiosa.

Quejábase de su quietismo, de aquella pierna sometida a la inmovilidad, con un peso abrumador, como si fuese de plomo. Parecía acobardado por las terribles operaciones sufridas en pleno conocimiento. Su antigua dureza para el dolor había desaparecido, y gemía a la más leve molestia.