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Quejábase de su quietismo, de aquella pierna sometida a la inmovilidad, con un peso abrumador, como si fuese de plomo. Parecía acobardado por las terribles operaciones sufridas en pleno conocimiento. Su antigua dureza para el dolor había desaparecido, y gemía a la más leve molestia.

Era una mujer hermosa en la vejez, como la Santa Ana de Murillo; y su belleza respetable habría sido perfecta, y la comparación con la madre de la Virgen exacta, si mi ama hubiera sido muda como una pintura. D. Alonso, algo acobardado, como de costumbre, siempre que la oía, le contestó: «Necesito ir, Paquita.

Callóse Bermúdez; y alzando enseguida la cabeza el boticario y levantando poco a poco los ojuelos hasta él, exclamó entre acobardado y aturdido: Verdaderamente, , señor, es sorprendente... y espantoso, el caso ese... ¡lo que se llama espantoso!... Vamos, que necesito haberle oído en boca de usted, para darle crédito, , señor.

Al cabo de muchas horas de aplanamiento y laxitud, doña Inés pareció reanimarse, abrió los ojos y cambiando de postura murmuró algunas frases incoherentes. Entonces Luciano alargó la mano hacia la mesa, cogió el frasco, lo destapó... y enseguida, de pronto, bruscamente, como acobardado, volvió a dejarlo de golpe donde estaba.

Al cabo insistió con voz temblorosa: Vamos, Solita, no me des ese disgusto... Pídeme en cambio lo que quieras. Lo único que te pido es que me dejes ya en paz repuso ella alejándose para limpiar una de las mesas. Velázquez no se atrevió á seguirla. La miró acobardado algunos instantes y al fin profirió con amargura: ¿No merezco siquiera ese pequeño sacrificio?

Y, sin detenerse un punto, tornó a subir el fraile, todo temeroso y acobardado y sin color en el rostro; y, cuando se vio a caballo, picó tras su compañero, que un buen espacio de allí le estaba aguardando, y esperando en qué paraba aquel sobresalto; y, sin querer aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siguieron su camino, haciéndose más cruces que si llevaran al diablo a las espaldas.

Y para vencer toda vacilación en el ánimo del acobardado mancebo, aquella mujer, alma de demonio encarnada en la figura de un ángel, dió un salto como la pantera que se lanza sobre su presa y estampó un beso de fuego en los labios de Fortunato. La fascinación fué completa. Ese beso llevó a la sangre y a la conciencia del joven el contagio del crimen.

Ella tendría que venir a buscarle, como penitente, entre la oscura lobreguez de un templo, al triste y fatigoso resplandor de los amarillentos cirios; caería de rodillas a sus pies, y le hablaría avergonzada a través de tupida y mugrienta celosía, oculto el rostro con el espeso velo y acobardado el ánimo por el terror religioso.

Pero, por fortuna para Juan Montiño, éste vió el pistolete, y tocó con el único tajo que había tirado al brazo de don Bernardino; el tiro fué al suelo; don Bernardino, que había cambiado la espada á la mano izquierda para apelar á aquel recurso villano, estaba fuera de combate; no podía valerse del brazo derecho. Velludo estaba acobardado, y había bajado la espada.

No acobardado por su ceguera y sobreponiendo su activo espíritu a la dolencia corporal, levantábase de su asiento, acercábase a la mesa, palpaba los muebles para no tropezar, y abría la gaveta para sacar el cajoncito donde estaba el dinero.