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Las cosas estaban dispuestas con tal arte, que en lugar de escamarse un pretendiente con Tomasuelo, lo primero que tenía que hacer era como impetrar el beneplácito de aquel espiritual hermano, tan celoso, vigilante é interesado en el bien de su hermanita. D. Casimiro obtuvo la confianza y venia de Tomasuelo, y lo consideró buena señal.

Las cadenas en que Tomasuelo gemía y gozaba á la vez de verse cautivo, estaban suavizadas para el mozo, y en cierto modo justificadas para el público, con notable habilidad y profundo instinto.

Asimismo Tomasuelo se ponía zahareño y poco agradable en su trato con todo aquel rival que por cualquier causa era despedido definitivamente y seguía importunando.

Como rayos de sol entre nubes, la alegría y la satisfacción aparecieron en sus ojos á través de las lágrimas. La boca de Tomasuelo se abrió, enseñando la blanca, completa y sana dentadura. No pudo sonreír, porque se quedó boquiabierto y como traspuesto.

Dios naturalmente no le había dado objeto en quien poner amor fraternal; pero ella, que sentía con viveza y hondura este amor, se proporcionó á Tomasuelo para consagrársele.

Con frases sencillas y con ánimo imperturbable, Nicolasa explicaba de esta manera sus extrañas relaciones con Tomasuelo; y como Tomasuelo hacía gala de su adoración espiritual y se lamentaba resignado de no ser querido de otra suerte, todos en el lugar, lejos de censurar, se maravillaban de aquel purísimo y angélico lazo que estrechaba así dos almas.

En cambio, le declaraba de continuo que le amaba más de amistad que á ningún otro ser humano; y cuando le declaraba esto, se le veía al chico hasta la última muela, sentía una beatitud soberana, y daba por bien empleados sus, para otras cosas, inútiles y perennes suspiros. Y no se crea que Tomasuelo era canijo, ruín y tonto.

Nicolasa provocó la declaración seria y definitiva. Hecha ésta, planteó los dos términos del fatal dilema: ó promesa formal de casamiento, ó despedida y nuevas calabazas ruidosas. D. Casimiro no pudo resistir y prometió casarse. Espantoso día de prueba fué aquel en que supo este triunfo el platónico Tomasuelo. Hasta entonces no había tenido rival que fuese más dichoso que él. Ya le tenía.

Nicolasa entonces repitió los cogotazos; añadió al tirón de las narices unos cuantos tirones de las orejas, y Tomasuelo pensó que se le llevaban al paraíso y que era el más feliz de los mortales.

¿Querías que dejase pasar tan buena proporción de ser señora principal y millonada? ¿Tan mal me quieres, egoísta? No porque te quiero mal, sino porque te quiero á manta, lo siento y lo lloro. Y Tomasuelo lloraba en efecto. Anda, no llores, majadero. ¡Si vieses qué feo te pones! ¿Quién ha visto llorar á un hombrón como un castillo? Pero ¡si no puedo remediarlo!