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Actualizado: 23 de mayo de 2025
Nicolasa, con suma blandura, enjugó las lágrimas del mozo con el propio pañuelo de ella; luego le dió tres ó cuatro palmaditas en el grueso y robusto cogote; luego le hizo unas cuantas muecas como remedando la desconsolada cara que ponía, y, por último, le pegó un afectuoso y archi-familiar tirón de las narices. Tomasuelo no supo resistir á tanto favor y regalo.
En efecto, la dicha pudo más que D. Casimiro, y pronto le hundió en la sepultura. Aunque sea adelantar los sucesos, se dirá aquí que la viuda llevó una vida retirada, sin recibir ni tratar, durante un año, sino al platónico Tomasuelo, y que tuvo dos gemelos postumos, los cuales, si el primogénito merecía llamarse Hércules, no merecían menos pasar por Castor y Pólux.
Tal era el hijo del maestro herrador, Tomasuelo. Desde los diez y siete hasta los veinticinco años que ya tenía, estaba como en cautiverio agridulce. Jamás Nicolasa le dijo que le amaba de amor, y jamás le quitó la esperanza de que tal vez un día podría amarle.
Tomasuelo lloró más fuerte que nunca. Las lágrimas caían á modo de lluvia, acompañadas por tempestad de sollozos. ¡Por vida de los hombres endebles! exclamó Nicolasa. ¿Qué locura es ésta? Cálmate, por Dios y ten pecho ancho.
Cuanto pretendiente se acercaba á Nicolasa era respetado por Tomasuelo, quien no le ponía el menor estorbo, durante los preliminares y coqueteos; pero si más tarde se extralimitaba y dejaba ver que venía con mal fin, ya podía temer el enojo y las pesadas manos de aquel hermano adoptivo, celoso de la honra de su familia.
Tomasuelo podía entrar cuando se le antojase en casa del tío Gorico, ver á Nicolasa, requebrarla, mirarla con amor, acompañarla cuando salía; en suma, servirla y cuidarla, sin que nadie fuese osado á censurar lo más mínimo. Aunque entre Nicolasa y el hijo del herrador no había el más remoto grado de parentesco, Nicolasa había preconizado á Tomasuelo por su hermano.
Tomasuelo era listo, despejado y fuerte: el mozo más guapo del lugar; pero Nicolasa le había hechizado. Con un rayo de luz de sus ojos podía darle una dosis de aparente bienaventuranza que le durase una semana. Con una palabra sola podía hacerle llorar como si fuese un niño de cuatro años.
Palabra del Dia
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