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Martín, sobre todo, parecía inconsolable. En los primeros tiempos, iba todos los días al cementerio; y a menudo era preciso alejarlo a la fuerza de la tumba. Pero poco a poco fue calmándose, y esta calma la debió ante todo a la compañía de Juan, su hermano menor, en el cual pareció querer depositar desde aquel día el amor infinito que había profesado a su víctima.

Al día siguiente por la mañana, iban a confesarse uno por uno al oratorio, y desde allí a comulgar a la iglesia de San Martín. El cura era muy aficionado a imponer penitencias extrañas y severas.

Voy a explicárselo, padre, voy a explicárselo... Atiendan ustedes... Cuando usted catequizó a Carmen, no me negará que la mercancía estaba bastante depreciada ya... ¡Yo no ! ¡Qué cosas tiene usted, D. Martín! exclamó el clérigo azorado. Me consta, padre, me consta.

En ese momento mismo Martín entraba en el salón. Mira que ahí está don Camilo, Valentina, no te rías; acaba de entrar. ¿? pues lo voy a ver para darle las gracias y, dejándonos en la sala, atravesó el patio, donde don Camilo era recibido por los padres de Martín.

Se fué de la plaza, y cuando se vió solo, leyó el papel de Bautista que decía: Ten cuidado. Está aquí el Cacho de sargento. No andes por el centro del pueblo. La advertencia de Bautista la consideró Martín de gran importancia. Sabía que el Cacho le odiaba y que colocado en una posición superior, podía vengar sus antiguos rencores con toda la saña de aquel hombre pequeño, violento y colérico.

El P. P. Fray Bernardo Arades, Dominicano &c. El Reverendo P. Fray Pedro Juan Nicolau, Mínimo. El Padre Fray Pedro Aliaga, Capuchino. Añadióse el Padre Sebastián Sabater, Rector del Colegio de San Martín, de la Compañía de JESUS. A Rafael Valls, mayor. El Reverendo Padre Rafael Riutort, Provincial de los Mínimos &c. El P. Presentado Fray Vicente Pellicer, de Santo Domingo.

Era una sombra de las grandes huestes Que de Mendoza al Ecuador partieron, Y que del grande San Martin siguieron Por entre abismos la pisada audaz; Era un guardian de la ignorada tumba De los caidos sin legar su nombre, Que esperaba á los héroes de renombre Para dar á otro mundo la señal.

Cual vorágine furiosa Todo arrastra en su carrera, Cual las pajas de la hera Que arrebata el huracan; Y del genio poseido, Rie, llora, nos encanta, Y atrevido nos levanta En sus hombros de titan. Tus cantos serán oidos En el pueblo americano, Como el nombre de Belgrano, De Bolívar, San Martin, Como se oyó en otros dias La corneta atronadora, Y la armonía sonora De Chacabuco y Junin.

Un día, al salir de la escuela, Carlos Ohando, el hijo de la familia rica que dejaba por limosna el caserío a la madre de Martín, señalándole con el dedo, gritó: ¡Ese! Ese es un ladrón. ¡Yo! exclamó Martín. , . El otro día te vi que estabas robando peras en mi casa. Toda tu familia es de ladrones.

Martin Aristorenas se encogió pálido y tembleoroso, y el chino Quiroga que había escuchado con mucha atencion el razonamiento, con mucha deferencia ofreció al filósofo un magnífico cigarro y le preguntó con su voz acariciadora: Sigulo, puele contalata aliendo galela con Kilisto, ¿ja? Cuando mia muele, mia contalatista, ¿ja?