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Junto á él, con la diáfana blancura de los ángeles custodios, estaba una enfermera. ¡Pobre ciego!... Desnoyers iba á seguir adelante; pero un movimiento rápido de la mujer vestida de blanco, un deseo visible de pasar inadvertida, de ocultar la cara volviendo los ojos hacia las plantas, atrajeron su atención. Tardó en reconocerla.

Y con una avidez de universitario que quiere verlo todo y explicárselo todo, añadió en este momento supremo, con la tenacidad del que muere hablando: Triste guerra, señor... Faltan elementos de juicio para decidir quién es el culpable... Cuando la guerra termine, habrá... habrá... Cerró los ojos, desvanecido por su esfuerzo. Desnoyers se alejó. ¡Infeliz!

Sus relaciones fueron más allá del egoísmo de una vecindad del campo, continuándose en París. René acabó por visitar la casa de la avenida Víctor Hugo como si fuese suya. Las únicas contrariedades en la existencia de Desnoyers provenían de sus hijos. Chichí le irritaba por la independencia de sus gustos. No amaba las cosas viejas, por sólidas y espléndidas que fuesen.

Su presencia en París, por lo mismo que era inexplicable para Desnoyers, daba á sus palabras una autoridad misteriosa. Pero las naciones se defenderán arguyó éste á su primo . No será tan fácil la victoria como crees. , se defenderán. La lucha va á ser ruda. Parece que en los últimos años Francia se ha preocupado de su ejército.

Una noche, al entrar Desnoyers en el fumadero, vió á los notables germánicos manoteando y con los rostros animados. No bebían cerveza: habían hecho destapar botellas de champañ alemán, y la Frau consejera, impresionada sin duda por los acontecimientos, se abstenía de bajar á su camarote. El capitán Erckmann, al ver al joven argentino, le ofreció una copa.

Una mañana, la música de á bordo, que hacía oir todos los domingos el Coral de Lutero, despertó á los durmientes de los camarotes de primera ciase con la más inaudita de las alboradas. Desnoyers se frotó los ojos creyendo vivir aún en las alucinaciones del sueño. Los cobres alemanes rugían la Marsellesa por los pasillos y las cubiertas.

Desnoyers contempló con orgullo los efectos de su munificencia. La sonrisa reaparecía en los rostros fieros; la broma francesa saltaba de fila en fila; al alejarse los grupos iniciaban una canción. Luego se vió en la plaza del pueblo entre varios oficiales que daban un corto descanso á sus caballos antes de reincorporarse á la columna.

Ella, por su parte, hizo una excepción en favor de este joven argentino, abdicando su título desde la primera conversación. «Me llamo Berta», dijo dengosamente, como una duquesa de Versalles á un lindo abate sentado á sus pies. El marido también protestó al oir que Desnoyers le llamaba «consejero» como sus compatriotas: «Mis amigos me llaman capitán.

Donde antes vivía un novillo colocaba ahora tres. «La mesa está puesta decía alegremente . Vamos en busca de nuevos convidados.» Y compraba á precios irrisorios el ganado desfallecido de hambre en los campos naturales, llevándolo á un rápido engordamiento en sus tierras opulentas. Una mañana, Desnoyers le salvó la vida.

La desesperación de Madariaga no se mostró violenta y atronadora, como esperaba su yerno. Por primera vez le vió éste llorar. Su vejez robusta y alegre desapareció de golpe. En una hora parecía haber vivido diez años. Como un niño, arrugado y trémulo, se abrazó á Desnoyers, mojándole el cuello con sus lágrimas. ¡Se la ha llevado! ¡El hijo de una gran pulga... se la ha llevado!