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Eran de maestros famosos del siglo XVIII. También debía haberlos despreciado el comisario por insignificantes. Una ligera sonrisa del conde le reveló su verdadero paradero. Había escudriñado toda la pieza, el dormitorio inmediato, que era el de Chichí, el cuarto de baño, hasta el guardarropa femenino de la familia, que conservaba, unos vestidos de la señorita Desnoyers.

Su respeto por el sabio de la familia iba acompañado de cierto menosprecio. El y su hermana Chichí habían sentido desde pequeños una hostilidad instintiva hacia los primos de Berlín.

Podía «la tía de Berlín» cantar toda clase de grandezas de la tierra de su marido. «¡Macanas! exclamaba Julio, que había hecho serias comparaciones geográficas y étnicas en sus noches de correría . No hay más que ParísChichí saludaba con una mueca irónica la menor duda acerca de esto: «¿Es que las modas elegantes las inventan acaso en AlemaniaDoña Luisa apoyó á sus hijos. ¡París!... Jamás se le había ocurrido ir á una tierra de luteranos para verse protegida por su hermana.

Vió un hombre ante el piano llevando por toda vestidura una bata japonesa, un kimono femenil de color rosa, con pájaros de oro, perteneciente á su Chichí. En otra ocasión hubiese lanzado una carcajada al contemplar á este guerrero, enjuto, huesoso, de ojos crueles, sacando por las mangas sueltas unos brazos nervudos, en una de cuyas muñecas seguía brillando la pulsera de oro.

No me ha dejado terminar... Ha adivinado desde la primera palabra... Chichí se presentó, atraída por el grito, para ver cómo su padre se escapaba de los brazos de su esposa, cayendo en un sofá, rodando luego por el suelo, con los ojos vidriosos y salientes, con la boca contraída, llorando espuma.

Los aplastaremos, para que no perturben otra vez la paz del mundo. Y á ese maldito sujeto de los bigotes tiesos lo expondremos en una jaula en la plaza de la Concordia. Chichí, animada por las afirmaciones paternales, se lanzaba á imaginar una serie de tormentos y escarnios vengativos como complemento de tal exposición. Lo que más irritaba á la señora von Hartrott eran las alusiones al emperador.

Entonces, el viejo fijó su atención en la hermana de Julio, que sólo tenía tres años, llevándola, como al otro, de rancho en rancho sobre el delantero de su montura. Todos llamaban Chichí á la hija de Chicha, pero el abuelo le dió el título de «peoncito», como á su hermano.

Se consoló apreciando su situación. ¿Qué le faltaba? Chichí era feliz, con una alegría egoísta y ruidosa que dejaba en olvido todo lo que no fuese su amor. Sus negocios no podían resultar mejores. Después de la crisis de los primeros momentos, las necesidades de los beligerantes arrebataban los productos de sus estancias. Jamás había alcanzado la carne precios tan altos.

Empezaba á pensar con pena en la renuncia de tantas ocasiones tentadoras, cuando un corredor de propiedades, de los que atisban al extranjero, le sacó de esta situación embarazosa. ¿Por qué no compraba un castillo?... Toda la familia aceptó la idea. Un castillo histórico, lo más histórico que pudiera encontrarse, completaría su grandiosa instalación. Chichí palideció de orgullo.

Chichí le contempló grave y reflexiva, colocando la mitad de su pensamiento en el recién llegado, mientras el resto volaba lejos, en busca de otro combatiente. Las doncellas cobrizas se disputaron la abertura de un cortinaje, pasando por este hueco sus curiosas miradas de antílope.