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Las doncellas de los camarotes de lujo iban de mesa en mesa, disfrazadas de campesinas del Tirol, regalando flores. Otros criados, vestidos de buhoneros alemanes, ofrecían las chucherías que llevaban en un cajón sobre el pecho.

Probablemente los escamotadores llaman eso hacer sus economías. Los camarotes de los vapores ingleses carecen de comodidad, y el servicio de los domésticos es difícil y desagradable. Los pasajeros que, por su desgracia, no saben explicarse en buen inglés, tienen que hacerlo con libras esterlinas y chelines, en cuyo caso son perfectamente comprendidos.

Un ambiente de dulce complicidad, de bondadosa protección, extendíase desde los salones lujosos a los más profundos camarotes.

Fueron acudiendo a esta primera llamada los pasajeros que estaban en los cafés de la Avenida, aburridos de la espera y del calor, sin saber qué hacer en la ciudad, deseando verse cuanto antes en pleno Océano bajo la brisa del mar libre. Volvían a sus camarotes para recobrar las frescas ropas de viaje, despojándose de los vestidos trasudados.

Eran los camarotes de las francesas, señoritas ordenadas y de buenas costumbres, que se acostaron sin presenciar el baile y estaban durmiendo con la honrada tranquilidad de un industrial en vacaciones. «Cien marcos», proponía uno. «Quinientos cincuenta», insinuaba otro, enfurecido por el silencio. «Mil... Dos mil...» Los dejamos soltando cifras ante las puertas obscuras e inmóviles.

Muchas referencias ayudan á la persuasión de no haberse construído camarotes para oficiales hasta muy adelantado el siglo XVI, y esto sin autorización, por corruptela que hubo de corregirse varias veces antes que en la ordenanzas de 1613 se mandara terminantemente «que no haya camarotes en la popa arriba, más que una chopa para el piloto». En otra ordenanza de 1678 se ordenaba todavía que no hubiera en galeras más que dos taburetes, seis sillas de tijera y una mesa y que ninguna persona de guerra ó mar embarcara más de una caja de las dimensiones dichas y un trasportín, bajo pena de pérdida de los objetos.

Voy á acortar la marcha, para no agotar inútilmente nuestras carboneras, pues no podremos llenarlas hasta Batavia. Vamos á navegar á la vela. Haga usted lo que crea conveniente, capitán. Nuestro interés es dejarnos llevar. Bajaron al salón y se dirigieron á los camarotes. Por primera vez desde hacía mucho tiempo Jacobo encontraba el lujo y la comodidad á que estaba acostumbrado desde la niñez.

Huyó del café, como si odiase a las gentes y tuviese necesidad de tinieblas y silencio. En la cubierta de los botes ocupó un sillón, mojado por la humedad. Este aislamiento lóbrego aplacó sus nervios... Nadie. Los pasajeros estaban ya en sus camarotes o se mantenían en el paseo dando vueltas por las inmediaciones del café, como pájaros nocturnos atraídos por un faro.

Paseándonos á lo largo del puente, mis dos compañeros y yo conversábamos sobre la literatura francesa, tema que insensiblemente se nos vino á las mientes á propósito de una cancioncilla que preludiaba el capitán en uno de los camarotes. ¡Qué de servicios no ha hecho á la literatura en general, decíamos, este monumento flotante que se llama un buque!

La gente joven que Maltrana había encontrado algunas veces junto a la verja que cerraba el paso a los camarotes, espiando las idas y venidas de camareras y criadas, manteníase a cierta distancia, contemplando a Nélida con una admiración casi homicida. La devoraban todos con los ojos. Parecía que de un momento a otro iban a caer sobre ella, despedazándola.