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Aquella dichosa Mancha era un narcótico. Por fin bajaron en Alcázar de San Juan, a media noche, muertos de frío. Allí esperaron el tren de Andalucía, tomaron chocolate, y vuelta a rodar por otra zona manchega, la más ilustre de todas, la Argamasillesca.

La conversación fue larga, mostrándose Cristeta tan firme en su propósito, que los vicios bajaron la cabeza. Doña Frasquita tembló ante la idea de que, si su sobrina volvía al teatro, tornase su marido a las pasadas liviandades: don Quintín, barruntando que en aquello andaba Juan, calló seguro de que Cristeta le hablaría luego reservadamente. No se había equivocado.

Bajaron la escalerilla de la muralla, y entrando en la calle de Pedro Conde se acercaron á la taberna de Crisanto, y Soledad suplicó á su amigo que se quedara fuera y se ocultase mientras ella entraba á preguntar. Penetró, en efecto, y la informaron de que Velázquez había estado allí hacía poco rato, en compañía de algunos amigos y amigas. Hemos llegado tarde dijo, cuando salió.

El joven sacó un fósforo y se puso a dar chupetones al cigarro con emoción. Salieron de la casa emparejados y bajaron lentamente por la calle disfrutando del bienestar voluptuoso que sienten las naturalezas poderosas después de una comida abundante. Parecían dos cedros gigantes, majestuosos, orgullosos de su altura. Y guardaban el mismo silencio que ellos cuando no les sopla el viento.

Para arreglarse un poco y lavar los ojos no quiso llevarla al tocador del baile: subióla al de la duquesa. Al cabo de unos minutos bajaron ambas. Irenita prometió no dar a conocer su pena. En cuanto Clementina enteró a Pepa de lo que había pasado, se sulfuró de tal modo que tuvo necesidad de contenerla para que no fuese a arañar a su yerno.

Salieron á combatirlos, mataron á pocos, y hubo algunos heridos de parte de los Orureños que bajaron, perdida la esperanza de superar las alturas que estaban ocupadas, aumentándose la consternacion, así como iba reforzándose el partido de los indios, con varias partidas que llegaban por instantes, y se colocaban en el Cerro de San Pedro.

Por último, y en premio de tan señalada victoria, bajaron del cielo dos ángeles y ciñeron al santo el milagroso cíngulo de la virginal pureza, con el cual, aunque le dolió muchísimo cuando se le ciñeron, quedó, digámoslo así asegurado de incendios para en adelante.

El, dominado repentinamente por el deseo, quedó inmóvil y se negó á seguir adelante. ¡No... no! Alicia protestaba ante el peligro, quebrantada aún su voluntad por las emociones recientes, pero esforzándose por mantener su negativa. La boca de él se había separado de la suya. Sus ojos brillaban con un estrabismo agresivo. Las manos bajaron á lo largo del cuerpo femenil, ganchudas como garras.

Graznando lúgubremente, bajaron los buitres y demás aves que tienen su festín en los campos de batalla; la lluvia encharcó el piso, amasando lechos de fango y sangre para los pobres difuntos, y el frío remató á los heridos que esperaban escapar á la muerte. ¡Tremenda noche! Volviendo de su letargo, pudo observar la pluma que cuanto había visto no era alucinación, sino realidad clarísima.

Y la comparó al corte de una uña. Volviéndose a su embelesado padrino, que osó hablar de distancias y magnitudes siderales, le dijo con mucha displicencia: «¿Y qué tengo yo que ver con Júpiter?... ¿Qué me va a dar a Júpiter?». Bajaron a la calle de Segovia, ella delante, detrás él. «A ti te pasa algo... ¿Qué tienes? le dijo el maestro de Teneduría. ¡Qué le importa a usted!