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Bajo-cubierta asoman rostros morenos y cabezas negras, tipos de indios, chinos y mestizos, apiñados entre mercancías y baúles, mientras que allá arriba, sobre-cubierta y bajo un toldo que les protege del sol, estan sentados en cómodos sillones algunos pasajeros vestidos á la europea, frailes y empleados, fumándose sendos puros, contemplando el paisaje, sin apercibirse al parecer de los esfuerzos del capitan y marineros para salvar las dificultades del río.

Muchos pasajeros abandonaron el comedor apresuradamente. Había que ver la partida del emisario, su vuelta a los dominios oceánicos para dar cuenta al dios de la comisión realizada. Amontonóse la gente en las bordas del paseo. El Océano estaba iluminado con fantásticos reflejos: era blanco, después verde, y al final rojo.

El orgullo de su familia le colocó en un vapor de lujo, un buque-correo lleno de pasajeros, un hotel flotante, en el que los oficiales tenían algo de gerentes de «Palace» y la verdadera importancia correspondía á los maquinistas, que andaban siempre por abajo y al volver á la luz quedaban modestamente en segundo término, por una ley de jerarquías anterior á los progresos de la mecánica.

Quedaban los más con hambre pero dábanse por contentos siempre que el paje encargado de la gaveta del vino pasase con frecuencia ante ellos taza en mano. Olvidaban los pasajeros todos los martirios y miserias de la navegación a la vista de las Indias.

No tiene otra ocupación en el buque que empinar el codo. Es una mujer interesante murmuró Ojeda . ¡Y tan tímida!... Aguardaba todas las tardes a que el salón quedase desierto. Descendían las familias a sus camarotes para dormir la siesta; otros pasajeros se acostaban en las sillas largas del paseo; sólo permanecían algunos en el jardín de invierno.

El camino serpentea por entre las casas, de suerte que los pasajeros que lo siguen han de ver necesariamente, y mientras atraviesan el pueblo, todas las casas de que se compone. Encuéntrase, sin embargo, una puerta algo más alta y otra más pequeña que las demás: éstas son las del patio en cuyo centro aparece escondida la casita de mi padre.

Tácitamente, en virtud de un obscuro instinto de todos los pasajeros, se había efectuado en la cubierta una gran división de clases. El costado de estribor era el de la plebe sin valía social, el de los viajeros sin nombre y las pasajeras de vida sospechosa.

Al ver a Maltrana le dirigió una sonrisa de resignación, señalando al mismo tiempo con los ojos el término de la escalera, los salones, hacia los cuales marchaba siguiendo el fru-fru majestuoso de las faldas. Algunos pasajeros alemanes, vestidos de blanco con descuido matinal, subían a la cubierta de paseo y miraban un instante por las ventanas de los salones.

Siguió escuchando Ojeda a su amigo, pero con cierta distracción, volviendo la cabeza siempre que notaba el paso de alguien por detrás de él. La cubierta estaba totalmente ocupada por los pasajeros: unos, en grupos movibles; otros, sentados a la redonda en los sillones, obstruyendo el paso. Todos estaban arriba... menos ella. Ansiaba verla Fernando y tenía miedo al mismo tiempo.

No se acostaba los miércoles hasta la llegada del correo, para llamar a su marido si había pasajeros a quienes atender. ¿No se cansaba? ¿Cuántos huéspedes tenían? Calculaba que acudirían unos cuarenta a las comidas de hora fija y había parroquia de transeúntes, que eran tantos, que ella y su marido podían servirlos, pero él trabajaba también. ¿Qué trabajo?