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Hoy me encuentro tan nerviosa, tan nerviosa... Tómeme usted el pulso, Isidorito, y dígame usted si tengo fiebre. Al sacar la mano enflaquecida y dársela al joven, don Mariano y don Máximo, que charlaban animadamente en el hueco de un balcón, dirigieron la vista hacia allí y sonrieron. Doña Gertrudis se ruborizó un poco y volvió a ocultar su mano velozmente dentro de la manta.

La hermosa no pudo reprimir una levísima sonrisa, a cuya luz se pudo percibir mejor la peregrina belleza de que estaba dotada. En carruaje descubierto bajaban dos caballeros que le dirigieron un saludo reverente, al cual respondió ella con una imperceptible inclinación de cabeza.

Después avanzó sola hacia el sitio en que se hallaba el conde. Y como llegase allá, fué saludada por Octavio que se hizo almíbar al tomarle la mano y enterarse de su salud. Todos juntos se dirigieron lentamente hacia el palacio, porque el sol ya declinaba. En una de las revueltas del camino tuvo tiempo el conde para decir en secreto á su mujer: Conviene que te muestres amable con ese muchacho.

Don Pantaleón dejó caer el compás que tenía en las manos y le siguió, esforzándose inútilmente en alcanzarle. Corrieron hasta que la fatiga les obligó a detenerse. Volvieron la cabeza, y observando que el desconocido no los seguía, se calmaron un poco. El estallido de unos cohetes les hizo comprender que el pueblo estaba cerca, y se dirigieron hacia el sitio donde sonaban a paso largo.

Bueno: andando dijo Melchor, y se dirigieron a la caballeriza.

Poco antes de llegar á Sorel se detuvieron en Dalton, pueblecillo de la costa, donde notó Roger la presencia de una pequeña galera recienllegada, á juzgar por el número de botes y lanchas que la rodeaban para conducir á tierra su cargamento. Á un tiro de ballesta del pueblo había un pequeño edificio, entre mesón y taberna, hacia el cual se dirigieron los dos viajeros.

Cuando llegaron hizo acercar la una, en la cual doña Clara y don Juan entraron y se dirigieron al alcázar. Luego, con la otra silla de manos se fué á la casa donde estaba el padre Aliaga, con lo que había sido Dorotea, abrió, hizo que los ganapanes que conducían la silla le metiesen dentro y se quedasen fuera.

Cantaba también con voz de falsete, capaz de rasgar los oídos mejor dispuestos, y era la broma obligada entre sus amigos hacerle cantar después de comer. Era buen muchacho y vivía con una bailarina de la Ópera, con la que tenía dos hijos. El jefe de comedor se presentó á anunciar que la comida estaba dispuesta y todos se dirigieron á la mesa.

Algún emisario de Berbería que les provocaba a sacudir el yugo de los cristianos... Todo era enigma, misterio, otros seres, otro mundo. Prodújose de pronto un gran silencio. Las miradas se dirigieron hacia la puerta de entrada. Se esperaba a alguien. Por fin, las hojas se abrieron de par en par, y un hombre venido de afuera, anunció: ¡El bajá!

Sin embargo, procuraban estar finos, y lo echaban a broma de modo que el hombre no se incomodase. Cuidado con que no me apriete el sombrero dijo éste riendo. Le tomaron después la medida de la talla y la longitud de los brazos en cruz. Al ver el número que señalaba la cinta se dirigieron una mirada de ansiedad: la consternación más profunda se pintó en sus semblantes. El traje holgadito, ¿eh?