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Hablaban de subir a la cubierta de los botes, cuando una voz los detuvo sonando a sus espaldas. «Nélida... Nélida...» Ahora era la madre la que salía a su encuentro para hacerla varias recomendaciones sin importancia. Y sin saber cómo, se vio Ojeda otra vez formando parte de la familia Kasper bajo las miradas protectoras de la mestiza. Se apoyaron en una barandilla frente al mar.

Un coro de vociferaciones, grandes risas y aplausos sonó en la terraza del fumadero, y Maltrana, ansioso por conocer todo lo que ocurría en el buque, corrió hacia este sitio. Era Nélida, rodeada de sus admiradores y otras gentes que habían sido atraídas por el nuevo aspecto que presentaban algunos de aquéllos.

Pareció dudar Maltrana, y al fin añadió: Hay una señorita que va con sus padres, la gentil Nélida, mezcla de caracteres y sangres que desorienta al más listo, y le confieso que me da mucho que pensar. Su padre es alemán, su madre de una de las repúblicas del Pacífico; ella nació en la Argentina, pero desde los nueve años ha vivido en Berlín.

Tal vez no eran iguales; pero él los llevaba abiertos y brillantes en su imaginación, y la más leve semejanza le hacía creer en una identidad completa. Me quedo con esto dijo Nélida mirando amorosamente la asiática vestidura . Pero no tengo dinero: habrá que pedir las dos libras a mamá... ¿No han visto ustedes a mamá?

Acaba de subir a la cubierta, y ya van saliendo del fumadero sus adoradores... ¡Saludo a la pasajera más hermosa de todo el buque! Nélida dilató los frescos labios, contestando con su sonrisa felina a la genuflexión versallesca de Isidro. Luego pasó ante «el banco de los pingüinos» irguiendo su aventajada estatura, desafiando con su mirada cándida el enojo de las imponentes señoras.

Cada vez que huían sus ojos del papel, encontraban una sombra en la ventana. Era Nélida que se aproximaba con su sonrisa audaz, sin miedo a la curiosidad de las gentes. Tosía para indicar su impaciencia; movía los labios, adivinándose en ellos las mudas palabras de admirativa pasión: «¡Dueño mío... viejo... mi negro!». Inútiles estos llamamientos.

Lo único que notó éste fue la familiaridad cada vez más grande con que le trataba Nélida. No se habían cruzado entre ellos verdaderas palabras de amor. Sólo había osado él algunas galanterías de las que no comprometen, pero la joven le hablaba ya lo mismo que a un amante. Tenía una confianza absoluta en su poder sobre los hombres.

Nélida, nuestra amiga Nélida, con su escolta de admiradores dijo Maltrana . Todas las naciones de a bordo están representadas en este séquito amoroso. Sólo faltamos nosotros; pero tengo la certeza de que si usted no va a ella, ella le buscará. Admiraba su boca de «tigresa en celo», según él decía; boca de húmedo carmesí, en la que brillaba luminoso el nácar de una dentadura voraz.

Irritado a causa de este apartamiento, acabó por hablarle con hostilidad. Era un Maltrana distinto al de los días anteriores. Nélida le había influenciado, participaba de sus odios, y tal vez por esto huía de él como si fuese un enemigo.

Los escrúpulos y preocupaciones de una educación recibida en una república del Pacífico la hacen protestar de los escándalos de esta muchacha, que nada tiene suyo, que física y moralmente pertenece al padre, y que mira con cierta superioridad, cual si fuese una nodriza o una criada vieja, a la mulatona que la llevó en el vientre... Y el padre se conmueve y abraza a Nélida. «¡Pobrecita!