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Al ver el dinero, Isidora casi lloraba de gusto, y el enfermo se animó tanto que parecía haber recobrado la salud. ¡Pobrecillos, estaban tan mal, habían pasado tan horribles escaseces y miserias! Dos años antes se conocieron en casa de un prestamista que á entrambos les desollaba vivos.

D. Francisco, unos pobrecillos, almas de Dios... Como no nos manden acá otros descamisados que esos, ya podemos echarnos a dormir. Algunos se subieron a las habitaciones reales, y andaban por allí hechos unos bobos, mirando a los techos. Otros preguntaban por las cocinas. ¡Era un dolor, una cosa atroz, hijo, verles muertecitos de hambre! Me daba una lástima, que no puede usted figurarse.

¡Pobrecillos! exclamaron varias . ¿Son todos mineros?

«, esta es la tercera o cuarta cama en que duermo... De chiquita... no hago memoria... ¡Ah, ! Mi madre era rubia, muy guapa: siempre estaba trabajando con almohadillas, encajes y alfileres...; el pelo como el oro, la voz dulce...; debió de ser muy desgraciada. ¡Por qué no habrá vivido mi madre! Luego he dormido en casa de los tíos. ¡Pobrecillos, nunca les abandonaré!

¡Pobrecillos! ¡pobrecillos! repetían las damas pasando revista con sus ojos aterrados a aquellas fisonomías tristes y demacradas que se volvían hacia ellas sin expresión alguna, ni siquiera de curiosidad. ¿Y no habría medio de remediar estos efectos tan desastrosos? preguntó Clementina con arranque.

La botica no me ocupa ningún tiempo, porque tengo al frente de ella a un pobre muchacho que acaba de hacerse farmacéutico y al cual se la pienso dejar cuando me muera... Si no me voy a los sermones y no me entretengo en proteger a algunos pobrecillos, ¿qué quieres que haga yo de ?... ¿No comprendes que me moriría de aburrimiento? Sin embargo, los actos en no dejan de tener mérito.

No se oían más que estas exclamaciones: «¡Pobrecillos! ¡Qué vergüenza de madre! ¡La autoridad debía de intervenir en estas cosasetc. Al fin se había conseguido que el niño se tuviese en pie; pero estaba cadavérico, haciendo rodar sus ojillos de un lado a otro sin darse cuenta de dónde estaba. Tendría unos cuatro o cinco años.

Una vez decidida la dama a dar el baile de trajes, la gran fiesta de ancha base en que habían de bailar pêle-mêle tirios y troyanos, rancios personajes que figuraban en la Guía y plebeyos burgueses empinados por la Revolución, era necesario encontrar algo nuevo, algo sorprendente que fuera el clou de la fiesta y dejase con la boca abierta a los pobrecillos profanos, a los Martínez y comparsa, convidados espurios que hubiera dicho el tío Frasquito, que cuidaría muy bien ella de barrer de sus salones en cuanto la caritativa empresa de socorrer a los heridos del Norte hubiera dado un buen tanteo a sus repletas bolsas.

Cuando se presentaron dos mozos de cordel trayendo a cuestas una parte de los muebles, el señor Vicente se despidió. Tenía que hacer propaganda aquella tarde. Ahora visitaba a la gente de la carretera de Extremadura: unos pobrecillos sin más medios de existencia que el trabajo en los tejares durante el verano y el robar cardillos y leña de la Casa de Campo.