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Luego concertaron ambas dar una sorpresa a la sociedad laciense. Fernanda se presentaría aquella noche sin previo anuncio en la tertulia de Quiñones. Una alegría infantil se apoderó de ambas con este proyecto. Así que le dieron forma, despidiose Emilita, prometiendo volver enseguida a buscar a su amiga.

Sería algún indiano averiado por los ardores tropicales, o mayorazgo rústico y solitario de los que vivían en sus casas solariegas. Sin necesidad de que su padre se lo advirtiese, la niña comprendía admirablemente que ninguno le convenía; pero gozaba coqueteando con todos, haciéndose adorar de la juventud laciense.

Ya no se contentaba con reunir en su casa a la juventud laciense y bailar de vez en cuando por condescendencia.

Para aumentar este prestigio y esta influencia y dar mayor realce a la riqueza y poderío de la casa, Amalia, que halló aquí medio de distraerse, abrió sus salones a la sociedad laciense, que hasta entonces había tenido siempre alejada; algunas visitas de cumplido y nada más.

Una ola inmensa de rubor invadió las mejillas de aquel generoso vecindario. Esta ola solía venir a Lancia y hacer los mismos estragos siempre que la suerte favorecía a algún laciense más de lo justo.

En provincia, donde son escasos los medios de divertirse, se toma muy por lo serio esta clase de bromas, se preparan con fruición, se paladean de antemano. La de Paco fue acogida con vivo entusiasmo por la juventud laciense. La víctima no era un pobre diablo, cómo solía acontecer, sino un ricachón. Esto le prestaba doble atractivo.

Resultado de todo fue que, para dar expansión a las fogosas emociones que la noticia había despertado en su alma y para dar claro testimonio al mundo entero del profundo disgusto que un matrimonio tan extravagante les causaba, la juventud laciense dispuso una soberana farsa a cuyos comienzos asistimos.

En largo rato no hallaron palabras que decirse. En los días siguientes, el conde comenzó a dar repetidos paseos por la calle de Altavilla y a pasar largos ratos en el café de Marañón. La sociedad laciense se sintió conmovida hasta sus cimientos ante tamaño acontecimiento. Desde entonces más de trescientos pares de ojos le espiaron sin cesar.