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Erró, efectivamente, al vaciar con el pensamiento el bolsillo de Carmelita, erró con Fernanda, con María Josefa, con Micaela, y ¡miren qué diablo! fue a acertar precisamente con Emilita. Unas tijeras, un pañuelo, un dedal y tres caramelos. La niña se puso a gritar batiendo las palmas, toda nerviosa: ¡Trampa, trampa!

Por voto unánime de la milicia y del clero, representado dignamente por Fray Diego, se cometió a la novia el encargo de designar sitio a cada cual. La festiva y revoltosa Emilita, trasformada súbito en severísima matrona, llenó su cometido con tacto y amabilidad que le valieron el aplauso del concurso.

Cuando se referían al oficial de Pontevedra y a Emilita hablaban como de una sola persona. Tan unidos y compactos los apreciaban ya. Servicios a tal extremo importantes los pagaba el Jubilado con una gratitud que le rebosaba del alma y le salía por los ojos. De buena gana se prosternaría ante ellas y les besaría la orla del vestido de cúbica.

Entendían que la preferencia de un oficial de infantería tan bizarro constituía un honor que irradiaba sobre toda la familia y las colocaba en situación ventajosa frente a sus amigas o conocidas. Pero al mismo tiempo consideraban que, siendo Emilita la última en edad, no le correspondía tener novio y mucho menos casarse sino después de sus hermanas.

Jovita era sentimental y reservada; Micaela tenía el genio violento; Socorro era la más pava, y Emilita la más pizpireta. Las dos intensas preocupaciones que llenaban la vida espiritual de D. Cristóbal Mateo eran la reducción del contingente del ejército y el casar a sus cuatro hijas, o por lo menos a dos.

Sin embargo, todos se apresuraron a defender a Emilita y a protestar de la pureza y la perfecta inocencia de tales juegos. El argumento que más se repetía, y el que a todos les parecía incontrastable, era que, no habiendo malicia, aquello no valía nada, porque lo importante en estos asuntos es la intención. El beso ¿ha sido dado con intención? decía uno de los pollastres más dialécticos. ¿No?

Nada le grita su papá, que Núñez se ha caído a la acequia. Naturalmente al oír esto Emilita lanza un grito desgarrador y cae desmayada en brazos de varias damas. Núñez, hecho un héroe, despreciando su propia salud, corre a socorrerla. En pocos momentos se llena la habitación de vasos de agua y salen a relucir también dos o tres frascos de antiespasmódico.

Aquel marido hipotético, aquel ser abstracto salía a cada momento en la conversación con la misma realidad que si fuera de carne y hueso y estuviera en la habitación contigua. La que comenzaba ahora a teclear en el piano era Emilita, las más musical de las cuatro hermanas. Las otras tres estaban ya en pie, cogidas a la manga de la levita de otros tantos jóvenes; como si dijéramos, en la brecha.

Como militares no transigía con ellos, los consideraba una verdadera plaga social... Ahora, «como hombresbien podían ser dignos de estimación, según sus cualidades. Los amores de Emilita habían nacido y crecido como otros muchos en casa de las de Meré. Eran éstas dos señoritas que pasaban de los ochenta y no llegaban a los cien años. De todos modos, a la entrada del siglo XIX eran ya maduras.

Mi marido se contentará con lo que le den respondía la nerviosa niña haciendo un gracioso mohín de desdén. ¿Y si se enfada? preguntaba en tono malicioso Emilita. Tendrá dos trabajos: uno el de enfadarse y otro el de desenfadarse. ¿Y si te anda con el bulto? ¡Se guardará muy bien! ¡Sería capaz de envenenarlo! ¡Jesús, qué horror! exclamaban riendo las tres nereidas.