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Damas de idéntico color ostentaban las últimas modas de París, balanceando con orgullo las caderas y sus enormes vecindades, avanzando el belfo desdeñoso bajo el ala de un sombrero floreado.

No le gusta dar qué decir ni aun en las más pequeñas cosas, y por eso ved con qué esmero ha envuelto su libro de oraciones en su pañuelo floreado. Ese joven de buena planta que viste un traje nuevo de fustán, que camina detrás de ella, no está bien al cabo de esta cuestión de los cabellos cuando Eppie se la propone.

El señor Hellinger llevaba toda la barba, bien cuidada y blanca como la nieve; sus facciones regulares y todavía jóvenes, sus mejillas sonrosadas, respiraban la bondad y el gozo de vivir. Cómodamente extendido en su sillón azul floreado, con la bata recogida sobre las rodillas, parecía esperar con una resignación apacible lo que el destino, bajo la forma de su mujer, le reservaba para ese día.

Desde por la mañana, bien temprano, grupos numerosos de muchachas salían de los arrabales y cruzaban la villa para tomar la carretera de Lancia, vestidas todas con la clásica falda de merino, negra o de color, y el floreado mantón de Manila atado a la cintura, zapatos descotados, pendientes de perlas, y la hermosa cabeza, sencillamente peinada, al descubierto.

En esto llegó Catana, con su cabeza gris, su color cetrino, sus ojos negros y bravíos, su sempiterno vestido de indiana muy floreado, y su pañolón negro, de seda, con los picos anudados atrás. ¿Qué manda zu mercé? preguntó desde la puerta. ¿Qué has visto la preguntó a ella su amo , de tantísimo como hay que ver desde esta casa? , zeñó. ¡Cómo que nada?

Los que le han conocido, en la puerta del registro de la calle Florida, arrellanado en ancho sillón de rejilla, con su chaleco floreado y sus zapatos de paño, echando piropos a las muchachas y llevando la batuta en aquel concierto de viejos babosos y apolillados, no se imaginarían que setentón tan decidor y risueño era una fiera en su casa.

Rápidamente se descuelga la chaqueta de paño verde, se despoja del chaleco floreado, tira la montera y agarrando la barra afianza sus pies en el tiro y se yergue. No hay nadie que no admire la gentileza de aquel mozo imberbe. Su musculatura atlética contrasta con las líneas puras, delicadas de su rostro de adolescente.

A los pobres sin número les daba lo que salía en la mano. A todos los cojos, estropeados, seres contrahechos y lastimosos, les arrojaba una moneda. Por último, se le antojó también pitar, y compró el más largo, el más floreado y sonoro de los pitos posibles. Mariano y la doncella también pitaron.

Eran señoras con hinchados guardainfantes que llenaban todo el lienzo, iguales a las damas pintadas por Velázquez. Una que emergía su busto frágil de la campana de terciopelo floreado de sus faldas, con cara puntiaguda y pálida y un lazo descolorido en las rizadas y cortas melenillas, era la hembra notable de la familia, la que habían apodado «la Greca» por su sabiduría en letras helénicas.

Todos sus divanes de damasco floreado estaban ocupados por señoras ricamente ataviadas, con los brazos y el pecho al aire. La araña de cristal que colgaba en el centro despedía hermosos cambiantes de luz que iban a caer sobre su tersa piel produciendo visos nacarados. Los espejos reflejaban de uno y otro lado aquellos pechos hasta el infinito.