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Levantaba cautelosamente la cortina para echar los gemelos a la generala, que estaba en un palco platea, más hermosa que nunca, relampagueando como escaparate de joyería: tornaba al foyer; daba tres o cuatro paseítos, se tiraba por el bigote hasta arancárselo; volvía a la puerta de la sala, se arreglaba el cuello de la camisa, echaba una mirada a la solapa del frac, donde artísticamente estaba colocada la camelia, y otra a la mano de la generala donde brillaban una blanca y otra encarnada; pero no acababa de decidirse.

Lo ves, Ana, lo ves; ya Juan no viene y se levantó Lucía; fue a uno de los jarrones de mármol colocados entre cada dos columnas, de las que de un lado y otro adornaban el sombreado patio; arrancó sin piedad de su tallo lustroso una camelia blanca, y volvió silenciosa a su mecedora, royéndole las hojas con los dientes. Juan viene siempre, Lucía.

No te envidio el papel; debe de ser poco divertido. ¡Oh, es tristísimo! Pero le prefiero al de amante desdeñado. Si no te conozco, ¿cómo puedo darte esperanzas? Pues bien; ¿quieres conocerme? Ya te he dicho que . Mañana corresponde a tu turno en la ópera. ¿No es cierto?... El joven que veas con una camelia blanca en la solapa del frac, ese soy yo.

Tan presto se cruza un jardín europeo, literalmente cuajado de tesoros de jardinería refinada, donde la rosa y la camelia alternan con mil otras flores educadas con el arte mas minucioso y delicado; como se pasa por en medio de un vasto huerto colombiano, bajo las anchas hojas del plátano, de la caña de azúcar y de las palmas de chontas, hacumas y cocoteros, y rosándose con las cepas de pinas olorosas, las lianas flexibles y aéreas, las parásitas mas bellas, los helechos arborescentes mas elegantes, y muchas plantas de hermosura en extremo caprichosa, que crecen á una temperatura artificial propia y al derredor de anchos estanques de lecho musgoso, donde se agitan los peces de la zona tórrida entre las yerbas acuáticas entretejidas caprichosamente.

Mucho vaciló Miguel antes de resolverse a entrar, con la camelia blanca, en la sala del Teatro Real. ¿Qué diría la generala Bembo al ver a un muchacho a quien tuvo, más de una vez, sentado en su regazo, ofrecerse como amante? ¿Se indignaría? ¿Soltaría la carcajada? ¿Lograría despertar con su admiración y fidelidad alguna ternura en el pecho de la hermosa Lucía?

Pero mira, vas a estar lindísima; ponte la camelia en la cabeza, a la derecha, para que yo pueda vértela desde mi balcón». Y le tomó las manos, y se las besó; y conforme conversaba con Sol, se pasaba suavemente la mano de ella por su mejilla; y cuando le dijo adiós, la miraba como si supiera que corría algún peligro, y le avisase de él, y cuando fue hacia el coche, ya se le iban desbordando las lágrimas.

Acaeció, no obstante, lo que era de esperar: allá al final del cuarto acto, cuando el tenor avanza hasta las candilejas para expresar con algún do de pecho la emoción que le embarga, y las señoras se levantan de sus asientos dejándose poner los abrigos por sus maridos, amantes o admiradores, la roja camelia cayó al suelo: la generala, con el abrigo ya puesto, se precipitó fuera del palco, sin duda para ocultar su confusión.

En la «casa de mármol» dispusieron que se celebrase la gran fiesta: con un tapiz rojo cubrieron las anchas escaleras; los rincones, ya en las salas, ya en los patios, los llenaron de palmas; en cada descanso de la escalera central había un enorme vaso chino lleno de plantas de camelia en flor; todo un saloncito, el de recibir, fue colgado de seda amarilla; de higares ocultos por cortinas venía un ruido de fuentes.

Allí había puesto él sus mejores besos: los besos de ternura y gratitud... Pero la suave piel, que parecía hecha de pétalos de camelia, se ensombrecía ante sus ojos. Era verde obscura y manaba sangre... Así la había visto él otra vez... Y se acordó con remordimiento de su puñetazo de Barcelona... Luego se partía con un agujero profundo, de contorno anguloso, igual al de una estrella.

La generala contestó con afabilidad, y dirigió la vista a otro sitio; mas al volverla de nuevo hacia Miguel, al ver la camelia blanca en su frac y al observar su mirada fija, penetrante y un si es no es risueña, recibió tal sorpresa, que no pudo contestar a lo que, en aquel momento, le preguntaba un viejo militar que tenía a su lado.