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Eran las horas meridianas, las horas de calor, cuando salieron desempedrando las calles de Marineda carruajes en que iban las comisiones del partido a esperar a los delegados de Cantabrialta.

El de los mostachos consideraba a la recién venida atentamente, como un arqueólogo miraría un ánfora acabada de encontrar en una excavación. A las palabras del alférez contestó con ronco acento: Pues vaya si le diré, hombre. Si estoy reparando esta chica, y es de lo mejorcito que pasea por Marineda.

Así que brilló el cordón de luces, las portadoras de las hachas se alinearon en buen orden, bajando los ojos modestamente porque aquello olía a procesión. Entonces algunos curiosos de Marineda, que no habían querido molestarse en ir más lejos para ver la función, se abrieron paso y situaron convenientemente con propósito de estudiar los semblantes de las que en otra ocasión se llamarían devotas.

Y ya te aviso que no me vuelvas a pudrir la sangre con tus compañías.... ¿Soy yo aquí alguna niña pequeña? Anda a vender barquillos, que ahí en el paseo hay quien compre, y en la Fábrica maldito si sacas un real en toda la tarde.... La chica vale un Perú Mal que le pese a Josefina y a todas las señoritas de Marineda, las profecías de Borrén se han cumplido.

Así es que en la Fábrica gozaban de detestable reputación, y eran tachadas de ávidas, tacañas y apegadas al dinero, y acusadas de cebarse en la ganancia abandonando su casa por un ochavo, al par que las de Marineda se jactaban de rumbosas, y se preciaban de mejores madres.

De suerte que al volver a Marineda, en vez de rondar la Fábrica, como antes, se resolvió, desde el primer día, a acompañar a Amparo cuando la viese salir; y ejecutó el propósito con su serenidad habitual.

El taller entero tenía entrañas maternales para aquellos niños y su valerosa hermana, afirmando que sólo la Virgen era capaz de infundirle los ánimos con que trabajaba, sostenía las criaturas, y vivía alegre y contenta como un cuco. Del casco mismo de Marineda procedía la otra amiga de Amparo: aunque frisaba en los treinta, su menudo cuerpo la hacía parecer mucho más joven.

Era aquel drama el mismo que ella había soñado en otro tiempo, cuando llegaron a Marineda los delegados de Cantabria, de cuyos riesgos y aventuras tanto deseara ser partícipe.

No tenía entonces Marineda el parque inglés que, andando el tiempo, hermoseó su recinto: y las Filas, donde se daban vueltas durante las mañanas de invierno y las tardes de verano, eran una estrecha avenida, pavimentada de piedra, de una parte guarnecida por alta hilera de casas, de otra por una serie de bancos que coronaban toscas estatuas alegóricas de las Estaciones, de las Virtudes, mutiladas y privadas de manos y narices por la travesura de los muchachos.

Comenzaba a amanecer, pero las primeras y vagas luces del alba a duras penas lograban colarse por las tortuosas curvas de la calle de los Gastros, cuando el señor Rosendo, el barquillero que disfrutaba de más parroquia y popularidad en Marineda, se asomó, abriendo a bostezos, a la puerta de su mezquino cuarto bajo.