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Diez minutos después, el ruidoso expreso de Calais a Roma, el limitado tren compuesto de tres vagones-cama, coche-restaurant y coche de equipajes, entraba en la gran estación abovedada, y, despidiéndome del ridículo viejo Babbo, subía al tren y me era señalado mi compartimiento hasta Calais.

Se estaba callada de la mañana a la noche, preparando el regaño, mientras Loppi andaba afuera con el hacha, corta que corta, buscando el pan: y en cuanto entraba Loppi, no paraba de regañarlo, de la noche a la mañana. Porque estaban muy pobres, y cuando la gente no es buena, la pobreza los pone de mal humor.

Al ver á su señor en buenas relaciones con los invasores, habían perdido el miedo que los mantenía recluídos en su vivienda. A la mujer le parecía natural que don Marcelo viese reconocida su autoridad por aquella gente: el amo siempre es el amo. Y como si hubiese recibido una parte de esta autoridad, entraba sin temor en el castillo, seguida de su hija, para poner en orden el dormitorio del dueño.

Dirigía yo entonces en Valencia el diario El Pueblo, y tal era la pobreza de este periódico de combate, que por no poder pagar un redactor, encargado del servicio telegráfico, tenía el director que trabajar hasta la madrugada, ó sea hasta que, redactados los últimos telegramas y ajustado el diario en páginas, entraba finalmente en máquina.

Mira; créetelo porque te lo digo yo: cuando entró paicía que entraba una luz en el cuarto. Fortunata sentía ganas de echar a correr. «¿Pero todavía le tienes tirria?... ¡Ay, qué mala eres! Perdónala, que bien lo merece. Te quitó tu hombre; pero ella no tenía culpa. ¡Qué roña!... ¡ay!, se me escapó.

El osado prófugo que acomete una partida entera, es inofensivo para con los viajeros. El Gaucho Malo no es un bandido, no es un salteador; el ataque a la vida no entra en su idea, como el robo no entraba en la idea del Churriador; roba, es cierto, pero ésta es su profesión, su tráfico, su ciencia. Roba caballos.

No lo fueron ni tanto siquiera, para mi gusto, las pocas que salieron a relucir después, mientras la mocetona rubia, y Facia, la mujer gris, que entraba y salía a menudo, daban los últimos toques a los condumios arrimados al fuego.

Pero Rufete no se movía, y a la dudosa claridad que en el cuarto entraba se entretenía en revisar sus listas de traidores y sus listas de isabelinos.

Doña Paula entraba, salía, hablaba de todo, observaba todos los gestos de su hijo, aquella palidez, aquella voz ronca, aquel temblor de manos, aquel ir y venir por el despacho. «¡Qué no hubiera dado ella por insinuarle el modo de vengarse!

A cada instante era visitado el despacho por un ángel que entraba retozando. ¡Qué cháchara suplicatoria y qué mendicidad mezclada de regocijo! «Papá, dale el dinero a Francisco para que vaya por el palco de la Comedia... Papá, no olvides que hoy se renueva el abono del Real... Papaíto, págame esta cuenta de Bach... Papá, el sastre... Papá, la modista... Papa, la florista... Papá, la cuenta de Arias... Papá, nuestros abanicos... Papá, el caballo... Papá, papá, papá...». Era un pío pío que no cesaba.