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Actualizado: 4 de mayo de 2025
Pero el emperador no estaba muerto todavía. Al lado de su cama estaba el pájaro roto. Por una ventana abierta entraba la luz de la luna sobre el pájaro roto, y el emperador mudo y lívido. Sintió el emperador un peso extraño sobre su pecho, y abrió los ojos para ver. Vio a la Muerte, sentada sobre su pecho.
En efecto, un robusto monje entraba en el recinto, con los ojos bajos, las manos cruzadas sobre el pecho. Ave Maria purissima, mater Dei murmuró aproximándose y haciendo un gesto al carmelita, que se alejó.
A ratos se tranquilizaba, pero de repente le entraba el berrinche y se ponía a dar patadas en el aire. Rafaela, que era una mujer de poquísimas fuerzas, ya no podía más. Guillermina se lo quitó de los brazos, diciendo: «Dámele acá... no puedes ya con tu alma... Ea, caballerito; a callar se ha dicho...». El Pituso le dio un porrazo en la cabeza.
Entonces era cuando Raimundo recobraba un poco de libertad y osaba mirar a la diosa cara a cara. Clementina le embromaba a menudo por sus aficiones científicas, entraba en su despacho y dejaba esparcidos por la mesa o por el suelo los cartones de las mariposas. Esto, que si otra persona lo ejecutase produciría en la casa una catástrofe, hacía reir al joven naturalista.
El café entraba también en la comida; ¿por qué habían de moverse? Pero para su hermana era un detalle de suprema elegancia tomar el café en el salón, y don Juan tuvo que acceder y abandonar el comedor, jugando con sus sobrinas como si fuese un niño.
Un círculo pálido se dibujaba en torno de sus hermosos ojos, que se paseaban con expresión altiva de su marido á la institutriz y de la institutriz á su marido. Tenía las mejillas inflamadas, y por sus narices abiertas entraba y salía el aire rápidamente y con ruido. Con las manos temblorosas acariciaba la ensortijada cabeza de la niña y la apretaba contra su pecho anhelante.
Conforme iba escribiendo arrojaba las cuartillas al suelo, sin leerlas y sin numerarlas. A las doce entraba su criado a traerle el almuerzo, recogía las cuartillas esparcidas y las llevaba a la imprenta. Los impresores temían a las cuartillas de Balzac. Era para ellos como una pesadilla. En pruebas, las rehacía totalmente.
No es usted falsificadora de un papel; pero lo es de un derecho, y con testimonios débiles y documentos apócrifos trata de usurpar un puesto que no le corresponde». La de Rufete estaba humillada y abatida. Difícilmente entraba en su cabeza la idea de no ser quien pensaba, y de la lucha que con sus dudas sostenía, resultaba un decaimiento parecido a la agonía de morir.
Era cierto: la misma constitución endeble de Pilar, ofreciendo menos campo al mal, retrasaba la crisis funesta de su padecimiento; y así como el huracán, que desgaja encinas, sólo encorva las cañas, la tisis entraba con ímpetu menor en aquel cuerpo linfático, que lo hiciera en uno sanguíneo y pujante.
Poco después, la luna bañaba deliciosamente los jardines; y yo, muy fresco, de corbata blanca, entraba del brazo de Camilloff en el «boudoir» de la generala. Era alta y rubia, tenía los ojos verdes de las sirenas de Homero; en el descote bajo de su vestido de seda llevaba prendida una rosa blanca; y en los dedos, que yo besé respetuosamente, erraba un perfume fino de sándalo y de té.
Palabra del Dia
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