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En efecto, hallábase aquella abovedada cámara repleta de legajos, infolios y libros, hacinados en varios estantes y cuidadosamente ordenados, según podía colegirse por los claros números y letreros que cada uno ostentaba. Detúvose un instante, y recorrió con la vista aquel vetusto arsenal de papel y pergamino.

Bajo su borde se abre la boca sombría del abismo de misterios que se esconde bajo la montaña de hielo, y por la abertura abovedada sale como una furia el torrente, repentino y atormentado cual si lo vomitase algun gigante abrumado por el peso de la inmensa mole cristalina.

Llevaba ya lloviendo un cuarto de luna. Entre el bosque innumerable de menudos y apretados chorros de agua, desde la tierra al cielo, y cuya tupida y abovedada ramazón eran las nubes grises y cárdenas, el tembloroso lamento de las campanas basilicales se extraviaba y desfallecía. Era un domingo, noche ya.

La rectoral daba señales de su esplendor pasado; su aspecto era conventual; al entrar y apearse en el zaguán, los señores de Ulloa sintieron la impresión del frío subterráneo de una ancha cripta abovedada, donde la voz humana retumbaba de un modo extraño y solemne.

Diez minutos después, el ruidoso expreso de Calais a Roma, el limitado tren compuesto de tres vagones-cama, coche-restaurant y coche de equipajes, entraba en la gran estación abovedada, y, despidiéndome del ridículo viejo Babbo, subía al tren y me era señalado mi compartimiento hasta Calais.

Pues abrirle la cabeza a D. Basilio y sacarle toda la paja que hay dentro para venderla». Y don Basilio, que tenía ciertas marrullerías de asno viejo, sacaba partido de su fisonomía engañosa y de aquel aire de hombre conspicuo que le daban su calva de calabaza, su frente abovedada, sus anteojos y su nariz chiquita y prismática.

Las campanas de la vieja iglesia de Raveloe repicaban alegremente anunciando que había terminado el oficio de la mañana. Por la puerta abovedada de la torre iban saliendo lentamente, detenidos por los saludos y preguntas amistosas, los más ricos feligreses que habían considerado aquella hermosa mañana del domingo muy apropiada para ir a la iglesia.

El joven profesor era el único que no estaba ebrio, pero se mantenía erguido, inabordable, con la ferocidad de la disciplina. Lo introdujo en una pieza abovedada sin otro respiradero que un ventanuco á ras del suelo. Muchas botellas rotas y dos cajones con alguna paja era todo lo que había en la cueva.

Dirigiéronse al negro boquerón, y Quevedo se encontró en lo alto de unas polvorientas escaleras de piedra, y tan estrecho el caracol, que apenas cabía por él una persona; aquella escalera estaba abierta, sin duda, en el grueso muro. Empezaron á descender. Quevedo contaba los escalones. A los ochenta, el bufón tomó por una estrecha abertura abovedada. La escalera continuaba.

«¡Qué feísimo es estomurmuro Isidora con ira que indicaba cierta hostilidad contra la Naturaleza. Entonces el patriarcal D. José se puso a admirar la belleza del cielo, que estaba limpio, azul, profundo, expresando como nunca la proyección abovedada del pensamiento humano. La luna nueva, como una hoz de plata, caía del lado del Poniente, precedida de Venus.