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Un perrillo microscópico y feísimo salió de entre unas mantas al lado de la chimenea y comenzó a ladrar, retirándose después gruñendo y tiritando. Diole a Margarita miedo el feo animalejo. ¡Parece un diablillo malo! decía. Estaba el salón medio a oscuras, los muebles sucios y revueltos, y veíanse prendas de vestir sobre algunas sillas.

El pensamiento del infierno cruzó el primero su mente, mas se distrajo en seguida mirando el feísimo papel verduzco que tapizaba las paredes, cruzado de arriba abajo por guirnaldas de flores, entre las cuales se entrelazaban largas ristras de micos que subían hasta el techo en actitudes grotescas, dándose todos las manos: pareciéronle diablillos aquellos feos animalejos y púsose a contarlos uno a uno, haciendo para seguirlos esfuerzos increíbles con la vista, y contando en todo lo que con ella abarcaba más de quinientos veinte...

Tendría esto además la ventaja de que los politicians extraviados y los senadores farwestinos y cincinatescos, al vernos en tan buena compañía, arrojasen de sus cerebros el feísimo y bellaco concepto que los sabios y catedráticos yankees les han hecho formar de España, considerándola, por su afición á las corridas de toros y al Santo Oficio, Nación Calígula-Torquemada, como la llama Clarence King, y, por haber destruido, según Draper, no cuántas civilizaciones, podrido esqueleto entre las naciones vivas y prueba terrible de la justicia de Dios, que no quiere dejar sin ejemplar castigo nuestras ferocidades y nuestros crímenes.

Aunque era de facciones correctas, llorando se ponía muy feo, muy ridículo, con un gesto parecido al que daba a su cara la música más sentimental, interpretada en la flauta de Valcárcel. Su hijo, su pobre hijo, lloraba así: feísimo, risible y lamentable también. Pero... ¡era su retrato! , lo era con aquella expresión de asfixia.

A otro que era muy pobre y gozaba de un empleíto, le pusieron Christophorus oficinalis y por último, a Maximiliano Rubín, que era feísimo, desmañado y de muy cortos alcances, se le llamó durante toda la carrera Rubinius vulgaris. Al entrar el año de 1874, tenía Maximiliano veinticinco y no representaba aún más de veinte.

Para ir a pie a los Jardines, y, aunque se vaya en coche, para pasear luego a pie, es feísimo y sucio todo aquel aditamento de enagua blanca y de vestido que va arrastrando, llenándose de polvo, levantándole y esparciéndole en el aire, y barriendo, por último, cuanta inmundicia encuentra al paso.

¡Qué ocurrencia!... ¡Pobres criaturas!... ¡Y qué feísimo está el babieca!... Mira, parece que tiene dolor de muelas. ¡Qué delicia!... Y el chico le coronó de firme... ¡Pues es verdad!... Hubo entonces un infame cuchicheo de risas y palabras entrecortadas... Algo cogieron de una mesa, algo pusieron en el retrato, y de nuevo resonaron aquellas carcajadas que hacían daño.

Cuando las sombras de la noche se extendían sobre Sevilla en aquellos tiempos de la Inquisición y de los monarcas absolutos, era preciso ser hombre de más de mediano valor para atreverse á recorrer solo las calles, la mayoría de las cuales eran estrechas, tortuosas y en las que abundaban las lóbregas travesías, las encrucijadas sombrías y los rincones misteriosos y los pesados arquillos de feísimo aspecto.

«¡Qué feísimo es estomurmuro Isidora con ira que indicaba cierta hostilidad contra la Naturaleza. Entonces el patriarcal D. José se puso a admirar la belleza del cielo, que estaba limpio, azul, profundo, expresando como nunca la proyección abovedada del pensamiento humano. La luna nueva, como una hoz de plata, caía del lado del Poniente, precedida de Venus.

También Villamelón había visto algo; sentado de espaldas al escenario, en el fondo del palco, apoyada la pensadora cabeza en el débil tabiquillo y fijos los ojos en el techo, recibía de lleno el formidable soplo de aquel feísimo Eolo que, por detrás del carro de Febo, parece lanzar pulmonías y catarros sobre las calvas, vistas en proyección, de los melómanos faltos de pelo.