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Pero aquel condenado Ulmus sylvestris le entretuvo a la fuerza, cogiéndole una mano y apretándosela con bárbaros alardes de vigor muscular, para reírse con los chillidos de dolor que daba el pobre Rubinius vulgaris. «¡Qué asno eres! exclamaba este, retirando al fin su mano magullada, con los dedos pegados unos a otros . ¡Vaya unas gracias!.. Esto y contar porquerías es tu fuerte.

Total, que la noticia llegó a la sutil oreja de doña Lupe a los tres días de haber salido del labio tímido de Rubinius vulgaris. Cuentan que doña Lupe se quedó un buen rato como quien ve visiones. Después dio a entender que algo barruntaba ella, por la conducta anómala de su sobrino. ¡Casarse con una que ha tenido que ver con muchos hombres! ¡Bah!, no sería cierto quizás.

Creció su admiración al observarse en clase contestando con relativa facilidad a las preguntas del profesor y al notar que se le ocurrían apreciaciones muy juiciosas; y el profesor y los alumnos se pasmaban de que Rubinius vulgaris se hubiera despabilado como por ensalmo. Al propio tiempo hallaba vivo placer en ciertas lecturas extrañas a la Farmacia, y que antes le cautivaban poco.

Rubinius vulgaris dio un paso, dejando solos a los dos curas que hablaban cogiéndose recíprocamente las borlas de sus manteos, y vio desaparecer a su amada, a su ídolo, a su ilusión, por la puerta aquella pintada de blanco, que comunicaba la sala con el resto de la religiosa morada.

A otro que era muy pobre y gozaba de un empleíto, le pusieron Christophorus oficinalis y por último, a Maximiliano Rubín, que era feísimo, desmañado y de muy cortos alcances, se le llamó durante toda la carrera Rubinius vulgaris. Al entrar el año de 1874, tenía Maximiliano veinticinco y no representaba aún más de veinte.

A tantas ventajas se unía la de estar todo muy a la mano: debajo carbonería, a cuatro pasos carnicería, y en la esquina próxima tienda de ultramarinos. No podía olvidárseles el importante asunto de la carrera de Rubinius vulgaris. A mediados de Setiembre se había examinado de la única clase que le faltaba para aprobar el último año, y lo más pronto que le fuera posible tomaría el grado.

El tal Ulmus sylvestris era un chico simpático, buen mozo, alegre y de cabeza un tanto ligera. De todos los compañeros de Rubinius vulgaris, aquel era el que más le quería, y Maximiliano le pagaba con un cariño que tenía algo de respeto.