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Al llegar a la mitad de ella próximamente, entró en una casa de suntuosa apariencia, no sin lanzar antes una rápida y furibunda mirada a su perseguidor, que la recibió con entera y rara serenidad.

Yo no estaba en nada, y usted debería guardar mejor su mala lengua... ¿No le da vergüenza manchar de ese modo la reputación de las gentes y lanzar tan a la ligera acusaciones que luego le sería imposible probar?

Pensó con admiración y con envidia en su amigo Antonio Pérez; pensó en huir como él a una corte extranjera y lanzar desde allí contra el tirano las silbadoras saetas de su rencor. De esta suerte haría eterno su nombre, y su honra vengada pondríase a la par de la grandeza del Rey.

No podía verla sin lanzar un chorro de alabanzas a su hermosura y gallardía. Pero esto no alarmaba a la moza, acostumbrada al estallido ruidoso de la galantería de la tierra. Gracias, Luis decía riendo. ¡Y qué requetegrasioso está el señorito!... Si sigues así me voy a enamorá y acabaremos por escaparnos juntos.

A pesar de la natural bondad de su alma, su religión sombría y terrible le obligaba a maldecir y a lanzar anatemas. Pero las tres amigas, imaginando, como por inspiración, que sólo el ermitaño podía descifrarles la carta, se decidieron a arrostrar sus maldiciones y le buscaron, según queda dicho, por espacio de siete días.

De repente empezó á lanzar violentas carcajadas: «¡Ah, mister Castro!...» Le parecía tan chistosa la suposición de mister Castro, que tosió, asfixiándose de tanto reir, y fué en busca de un nuevo whisky para recobrar su serenidad. Volvieron los dos amigos al salón de Las Gracias florentinas.

Buena ocasion era esta en efecto para lanzar al estudio de las discusiones arqueológicas una especie nueva sobre el orígen de la ojiva en el occidente, si quisiéramos seguir el erróneo sistema de los que creen que toda forma arquitectónica ha de tener una procedencia única, como la especie humana á la cual damos los ortodoxos una sola cuna.

El silencio pesa sobre ellos. ¡Y qué silencio!... A lo lejos suena el timbal... El agua muge... Los dos se miran entonces pálidos como la muerte. Y ella se pone a lanzar gritos penetrantes: ¡Jesús! ¡Jesús! Su voz suena en medio de la noche. Con un gemido violento él se oculta el rostro entre las manos. Un sollozo sin lágrimas sacude todo su cuerpo.

Entre tanto los salvajes, aunque corrían a la desesperada, sin dejar de lanzar sus armas, no lograban alcanzar a los dos jóvenes, que corrían como ciervos. En pocos momentos llegaron a las rocas y las escalaron sin detenerse. Iban a volverse para disparar otra vez, cuando vieron al Capitán abandonar la caldera. ¿Estás herido, tío? le preguntó Cornelio, corriendo hacia él.

No qué contesté; presumo que cualquier cosa a escandalizar a la parentela completa si me hubieran oído. Pero apenas había murmurado yo; apenas había murmurado ella con una sonrisa... y se durmió. De vuelta a casa, mi cabeza era un vértigo vivo, con locos impulsos de saltar al aire y lanzar alaridos de felicidad. ¿Quién, de entre nosotros, puede jurar que no hubiera sentido lo mismo?