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El terror diole alas para huir por la calle de Alcalá, sin una idea en la mente para definir lo que pasaba, sin un acento en la garganta para lanzar un grito... Uno, lastimero y agonizante, llegó a sus oídos, y otra voz vigorosa y angustiada hendió siniestramente los aires en el silencio de la noche: ¡Cabo de guardia!... ¡Un hombre muerto!...

Dicen en el ejército que Enrique de Trastamara puede lanzar contra nosotros cuarenta mil soldados, sin contar las lanzas francesas de Duguesclín y que todos ellos han jurado morir antes que ver á Don Pedro otra vez en el trono de Castilla. Pero nuestro ejército es también numeroso y aguerrido. Veinte y siete mil hombres por junto y en tierra extraña.

Siguió hablando el doctor bajo la mirada vaga de Nélida, que no entendía gran cosa de la conversación de los dos hombres. Yo me imagino, che, lo que debieron sentir aquellos españoles al distinguir la primera isla... La alegría con que Rodrigo de Triana, el marinero de Colón, debió lanzar el grito de «¡Tierra!».

¿Cómo, un verdadero hombre? Quiero decir que no es ni un cura ni un labriego; es joven y está bien vestido. Entremos pronto. Entramos y estuve a punto de lanzar un grito de sorpresa al notar que mi tía ostentaba una expresión genuinamente amable, y que sonreía agradablemente al desconocido que, sentado en frente de ella, parecía estar tan a sus anchas como en su propia casa.

No leía más que libros de entretenimiento; no meditaba. Fatigado de tropezar con el mismo muro infranqueable, huía con terror de lanzar su pensamiento por las esferas de la metafísica. Llegó un momento, sin embargo, en que lo hizo sin darse cuenta de ello. Era una noche plácida de Mayo. Hacía poco más de un mes del famoso viaje a Palencia.

Y su asombro, su sorpresa, no le permitieron lanzar otra exclamación. Luego se encolerizó. ¡Echala!... Que la agarren dos hombres y la pongan en el muelle, aunque sea á viva fuerza. Pero Tòni vacilaba, no atreviéndose á cumplir tales órdenes, y el impetuoso Ferragut se lanzó fuera del camarote para realizar por mismo lo que había mandado.

El hermano y la hermana habían conferenciado largamente acerca del asunto, a medias palabras, atreviéndose a veces a lanzar una expresión más viva y cruda, riéndose entrambos.

El furor del loco no tuvo límites. Convulso, rechinando los dientes, con los ojos encendidos, se arrojó sobre el burlador; pero los demás le sujetaron. El pobre demente comenzó entonces a lanzar bramidos que nada tenían de humanos. En aquel instante se oyó en el corredor la voz irritada de Clementina. ¿Qué es eso? ¿Qué hacen ustedes a papá?

El sultán hubiera podido también lanzar contra la ciudad la caballería selecta de los guardias de su persona, que eran cerca de doscientos, y ocho terribles elefantes para la pelea y dirigidos por hábiles cornacas negros. Esto fue lo primero que logró evitarse merced a un dichoso golpe de mano.

Hubo ocasión en que al lanzar uno de sus chistes más picantes, relacionado como siempre con las materias fecales, apenas produjo risa entre las oyentes, y supo que una de ellas, después que se fue, le había calificado de grosero y mal educado. De las gracias corporales no había que hablar, pues bien se le alcanzaba que nunca podría competir con la delicada y gallarda figura de su rival.