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«¡Vaya le dijo doña Lupe una noche , que te estás luciendo! ¿A qué esas reservas, cuando más indicada estaba la confianza? ¿Cómo es que lo ha sabido Maximiliano, que está demente, antes que yo, que estoy en mi sano juicio? ¿A qué esos escondites conmigo?».

Mira, dijo Maximiliano con el acento más grave del mundo y como quien hace una confidencia importante . Eso del Mesías, acá para entre los dos, no lo he creído yo nunca, ni era dogma ni cosa que lo valga. Lo dije porque tuve un sueño, y al despertar se me quedó parte de él en la cabeza, y me andaba aquí dentro como un cascabel.

«¿Y si lo probara? dijo Maximiliano con seriedad que le dio, ¡parece mentira!, un tornasol de hermosura ; ¿si le probara a usted de un modo que no dejase lugar a dudas...?». ¿Qué? ¡Que la idolatraré!... no, que ya la estoy idolatrando. ¡Tie gracia!... ¡idolatrando!, ¡ja, ja! repitió la otra, y devolvía la palabra como se devuelve una pelota en el juego.

Aseguraba estar muy agradecida a Maximiliano por lo bien que se había portado con ella, y de aquella gratitud saldría, con el trato, el querer. Según Rubín, el orden natural de las cosas en el mundo espiritual establece que el amor nazca del agradecimiento, aunque también nace de otros padres.

Abrió la cómoda, valiéndose de las llaves de la suya, y allí tampoco había nada. La hucha estaba en su sitio y llena, quizás más pesada que antes. Retratos, no los vio por ninguna parte. Hallábase doña Lupe engolfada en su investigación policíaca, sin descubrir rastro del crimen, cuando entró Maximiliano.

Maximiliano insistió en que había sido una gran falta pedir amparo al mismo Juanito Santa Cruz, a aquel infame, cuando volvió ella a Madrid y le cayó su niño enfermo. «Pero, tontín, si no es por él, no hubiéramos tenido con qué enterrarle» dijo Fortunata saliendo a la defensa de su propio verdugo. Primero le dejo yo insepulto, que recurrir... La dignidad, hija, es antes que todo.

La razón de la sinrazón i La mejoría de Maximiliano continuaba, de lo cual coligieron su tía y su hermano que la separación matrimonial había sido un gran bien, pues sin duda la presencia y compañía de su mujer era lo que le sacaba de quicio. Todo aquel invierno continuó el tratamiento de las duchas circular y escocesa y el bromuro de sodio.

Maximiliano no se sentó, doña Lupe , y en el centro del sofá debajo del retrato, como para dar más austeridad al juicio. Repitió el «muy bien, Sr. D. Maximiliano» con retintín sarcástico. Por lo general, siempre que su tía le daba tratamiento, llamándole señor don, el pobre chico veía la nube del pedrisco sobre su cabeza.

Como ciertos cobardes se vuelven valientes desde que disparan el primer tiro, Maximiliano, una vez que rompió el fuego con la hombrada de aquella mañana, sentía su voluntad libre del freno que le pusiera la timidez. Dicha timidez era un fenómeno puramente nervioso, y en ella tenían no poca parte también sus rutinarios hábitos de subordinación y apocamiento.

La neófita miraba por la ventanilla, atraída vagamente y sin interés su atención por la gente que pasaba. Creeríase que miraba hacia fuera por no mirar hacia dentro; Maximiliano se la comía con los ojos, mientras el presbítero procuraba en vano animar la conversación con algunas cuchufletas bien poco ingeniosas. Llegaron por fin al convento.