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Allí se reunían una tía y dos primas de don Eugenio a quienes por ser muchachas y frescas no quería el párroco tener consigo a diario en la rectoral ; el ama, viejecilla llorona, estorbosa e inútil, que andaba dando vueltas como un palomino atontado, y otra ama bien distinta, de rompe y rasga, la del cura de Cebre, que en sus mocedades había servido a un canónigo compostelano, y era célebre en el país por su destreza en batir mantequillas y asar capones.

Se acabó el ir y venir con el cesto de tierra. Se vistió de negro, y por amor de Dios se olvidó de sus padres. A los dos años la señora Rita salía de la casa del cura enseñando los puños a Paula y llevándose en un cofre sus ahorros de veinte años. El cura murió de viejo y el nuevo párroco, de treinta años, admitió a la hija de Raíces como parte integrante de la casa Rectoral.

Mientras se raía con la navaja de barba los contados pelos rubios que brotaban en sus carrillos, Julián maduraba un proyecto: afeitado y limpio que fuese, emprendería el camino de Cebre un pie tras otro, en el caballo de San Francisco; allí le pediría al cura una jícara de chocolate, y esperaría en la rectoral hasta las doce, hora en que pasa la diligencia de Orense a Santiago; malo sería que en interior o cupé no hubiese un asiento vacante.

Andrés caminaba hacia la rectoral, lentamente, con el sombrero en la mano para mejor refrescarse, gozando una vez más la poesía encerrada en aquel estrecho valle, el amable sosiego que reinaba en la campiña, la exquisita dulzura de aquella hora plácida y serena.

Por esto pudo notar la señorita Rita la piedad de Paula bien pronto. «La hija de Antón Raíces, le dijo al señor cura, tira para santa, no sale de la iglesia». El cura habló a la chicuela, y aseguró a Rita que era una Teresa de Jesús en ciernes. En una enfermedad del ama, el párroco pidió a Raíces su hija para reemplazar a Rita en su servicio. Rita sanó pero Paula no salió de la Rectoral.

Justamente... sanseacabó. Bajaron con todo sosiego al valle por un camino estrecho, trazado en zig-zag. La casa rectoral era la primera del pueblo, alejada buen trecho de las otras. Delante de ella se detuvieron.

Después de media hora de lucha, los dos volvieron a la Rectoral; entró él, ella detrás y cerró por dentro después de decir a un perro que ladraba: ¡Chito, Nay, que es el amo! Paula fue el tirano del cura desde aquella noche, sin mengua de su honor. Un momento de flaqueza en la soledad le costó al párroco, sin saciar el apetito, muchos años de esclavitud.

Así que hubo tomado el desayuno, en compañía de su tío, se echó fuera de casa, para comenzar a poner por obra lo que le habían recetado. Delante de la rectoral estaba el camino, que hacia la derecha y bajando conducía al pueblo, y por la izquierda y subiendo guiaba a Lada; el mismo que él había traído.

Mas por encima de los mil pensamientos y fantasmas que daban vueltas en ella, asomaba una idea fija, tenaz, que la impulsaba inconscientemente a abrirse paso con los codos por la muchedumbre, seguida de la doncella, que no comprendía el afán de su señorita. Cuando estuvieron próximas a la rectoral, la joven se detuvo unos minutos.

En vez de proferir palabras, miraba a su amigo de vez en cuando con ternura y admiración. Andrés, que sentía sobre estas miradas, las evitaba. Llegaron al pueblo, y en vez de cruzar por él, lo rodearon; no fuese que algún vecino anduviera todavía por la calle. Subieron después el camino de la rectoral.