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Por lo tanto Perla, aunque solo contaba tres años de edad, podría haber sufrido con buen éxito un examen en algunas materias religiosas; pero la perversidad más ó menos común á todos los niños, y de la cual la chicuela tenía una buena dosis, se apoderó de ella en el momento más inoportuno, y la hizo cerrar los labios ó proferir palabras que no venían al caso.

Cuando llegaba con el niño llamaba al punto a su hija Casilda, donosa chicuela que hechizaba el tugurio con su hermosura, haciendo pensar en esas infanticas abandonadas de que hablan las leyendas.

Al crecer, la chicuela no dejó de apercibirse de la impresión que producía en Juan, que permanecía extasiado ante su gentil personita, y supo darse aires dignos de una pequeña princesa acostumbrada a mandar y que quiere ser obedecida. Juan, se sometía, sin vacilar, a sus caprichos más fantásticos o imaginaciones más locas.

Y cuando algún arrendatario de sus tierras o uno de sus protegidos entraba en la casa y permanecía embobado ante la chicuela, que cantaba como un ángel, decía el doctor con entusiasmo: «¿Qué os parece la señorita?... Algún día estarán orgullosos en Alcira de que haya nacido aquí». Se detuvo don Andrés para coordinar sus recuerdos y añadió tras larga pausa: La verdad es que no puedo deciros más.

Sobre un fondo claro se elevaba una elegante silueta de niña, cuyo vestido corto dejaba ver las finas piernas y estrechos pies calzados con zapatitos de charol. Recordó que cuando se parecía a aquella chicuela, Juan era su gran amigo. ¡Y qué dulce y complaciente gran amigo! Siempre dispuesto a satisfacer sus deseos, sin cansarse jamás de sus caprichos.

Tenía ocho días la chicuela... estaba acostada en su cama... sacudiendo sus piernitas... unas piernitas rollizas, verdaderos salchichones... y un traserito... ¡no le digo nada!... ¡Rayos y truenos! ¡Yo no me animé ya a levantar los ojos, tan abochornado estaba! La baronesa fingía no oír nada y Yolanda había salido de la pieza. En cuanto al viejo, éste reventaba de risa.

Para contestar a su exigente «señoratenía que practicar todos los oficios: encolador de muñecas rotas, remendón de juguetes destrozados en momentos de cólera; unas veces hacía de cochero, otras de caballo, de payaso, de oso, de mago, etcétera. La diversidad de sus profesiones encantaba a la chicuela. El apego que los niños demostraban hacia su amigo, hizo más necesarias sus visitas a la casa.

Déjeme su merced ahora dijo Juanita y no venga, con perjuicio de su autoridad, acompañando a una chicuela que lleva un cántaro. ¡Pues no se enojaría poco la señora doña Inés, que tiene tantos humos, si viese a su señor padre sirviendo de escolta, no a una princesa como ella, sino a una pobrecita trabajadora! ¿Qué había de decir? Diría que yo te estaba encomendando algún trabajo.

Y exhaló un profundo suspiro como si le hubiera costado mucho decir aquello. ¡Mil truenos! ¡Adivinas bien, chicuela! dijo papá amenazándola con el dedo. Ella nada contestó, y con su paso lento y cansado se dirigió hacia la puerta; en toda la tarde nadie la volvió a ver. Por mi parte, la visita del primo me dejaba bastante indiferente.

Apenas se daba cuenta la señora de Roldan del arte o de la adivinación con que una chicuela que se había criado entre pillería andrajosa y casi en medio de la calle, como vaca sin cencerro, se había hecho sujeto capaz de tan repentina elegancia.