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Actualizado: 16 de junio de 2025
Señor Consejero, hoy le he visto desde la rectoral sacar con la caña un pez muy gordo. Por cierto que me pareció un salmonete, y a D. Miguel una robaliza. Hemos disputado un poco. Tiene mejor vista el cura que usted. Una robaliza era dijo gravemente el caballero interpelado, sin levantar la vista de las cartas.
La rectoral daba señales de su esplendor pasado; su aspecto era conventual; al entrar y apearse en el zaguán, los señores de Ulloa sintieron la impresión del frío subterráneo de una ancha cripta abovedada, donde la voz humana retumbaba de un modo extraño y solemne.
¿Y qué valía todo ello en comparación del festín homérico preparado en la sala de la rectoral? Media docena de tablas tendidas sobre otros tantos cestos, ayudaban a ensanchar la mesa cuotidiana; por encima dos limpios manteles de lamanisco sostenían grandes jarros rebosando tinto añejo; y haciéndoles frente, en una esquina del aposento, esperaban turno ventrudas ollas henchidas del mismo líquido.
Adiós, señor cura, mañana pasaré á verle en su rectoral. Adiós, D. Primitivo. Adiós, señor Rodríguez, que no deje usted de visitarnos con frecuencia. Adiós, D. Juan. Adiós, D. Marcelino. Octavio se había quitado un guante apresuradamente, y al dar la mano á la señora de la casa le dijo en voz baja: ¡Qué felices son algunos claveles, condesa! Todos partieron.
Andrés entró en la rectoral, dio la última mano a su equipaje, fue a la cuadra a ver cómo había bajado el caballo, y cuando llegó la hora se puso a cenar con su tío. Mientras duró la cena hablaron poco. Andrés estaba preocupado e impaciente; su tío mostrábase triste, y viendo que el sobrino lo estaba también, callaba, agradeciéndole esta tristeza, que creía originada por la marcha.
Lo que sentía era tan nuevo, tan dulce, que llegaba a hacerle daño. El llanto le refrescó. Sonaron por tercera vez las campanas de la iglesia, respondiendo con un concierto bullicioso e ininteligible al canto claro y sosegado del mirlo. Andrés se levantó para oír misa. Estaba la iglesia no muy lejos de la rectoral.
Echó pie a tierra, se despidió afectuosamente de Celesto, y abrazado de su tío y escoltado por el ama, subió la tortuosa escalera de la rectoral. El cura de Riofrío frisaba en los sesenta años.
Adiós, señor Osuna, que usted descanse dijo tendiendo la mano al jorobado. Luego tuvo un momento de indecisión: iba a tendérsela a Obdulia; pero turbado por la mirada intensa y extática que la joven le clavaba, la llevó al sombrero y se inclinó gravemente, diciendo: Buenas noches, señorita. Alzó de nuevo el paraguas y salvó de prisa la distancia que le separaba de la rectoral.
Esta escena se repetía unas cuantas veces al día, siempre que alguna persona sospechosa, como ahora, llegaba con propósitos hostiles a la rectoral. El Cuco deploraba en su fuero interno que no le hubieran rapado mejor las orejas. Buenas tardes, D. Gil dijo la vieja, cambiando súbito la expresión colérica por otra sonriente, melosísima, dando muestras de que le conocía.
El clérigo que al marroquí protegía era un joven muy listo, algo arabista y hebraizante, que solía echar algún párrafo con él, no tanto por caridad como por estudio. Una mañana observó Benina que el curita joven salía de la Rectoral acompañado de otro sacerdote, alto, bien parecido, y hablaron los dos mirando al ciego moro.
Palabra del Dia
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