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De vez en cuando levanta la vista a los estantes donde en correcta formación se halla una muchedumbre de libros feos, rugosos, mal encarados, que le infunden respeto. Ninguno de aquellos libros se acuerda ya de cuándo fue sacado para ser leído. De ahí su respetabilidad.

Luego, el «monseñor» canalizaba la generosidad de la santa dama en otro sentido. Era necesario propagar la fe por medio del «buen libro», y surgía en París una nueva casa editorial, inaudita, inverosímil, en la que los paquetes de libros eran almacenados en estantes de caoba y las hojas plegadas sobre tableros de laca.

Yo podría vivir en una buhardilla o ser huésped de una familia cristiana; pero tengo los libros, que son mi familia, y pago un cuarto de ocho duros para que estén bien alojados. No tengo sillas, no tengo cama, no enciendo luz, duermo en el suelo sobre un jergón; pero las obras están en sus estantes, hermosas y limpias como puedan estar las de un seminario o un obispado.

Muebles: dos estantes de cedro, con alambrera, llenos de libros viejos, infolios monumentales, añosos pergaminos que nadie tocaba, en los cuales ninguno ponía mano, y que estarían hechos polvo. Y cuenta que, según me dijo cierto día Castro Pérez, valían mucho, mucho, ¡mucho! ¡Nada, joven! repetía el abogado acariciándose el abdomen. En esos libros está la ciencia.

Se cena execrablemente en el Club del Progreso, y el adorno de la mesa tiene mucho de los adornos de iglesia: los jamones en estantes de jalea, los pavos y las galantinas cubiertas por todas las banderas del mundo. En fin, allí se sienta uno con la indiferencia con que Raúl y Nevers se sientan en el banquete de papel pintado del primer acto de los Hugonotes.

Y por si esto no fuera bastante, un librero ha puesto sus estantes de libros profanos a lo largo de una de sus paredes, y unos hombres rápidos, que llevan una escalera al hombro, vienen todos los días y pegan en sus muros tristes grandes carteles blancos, azules, rojos. ¡No la dejan tranquila!

Otros años se llevaba a la aldea algún cajón de libros; esta vez se mandó con el maragato la biblioteca entera, el orgullo legítimo de don Carlos. Un día de sol, en Mayo, Ana que se preparaba a una vida nueva, por dentro, cantaba alegre limpiando los estantes de la biblioteca en la quinta.

Los que subían o bajaban, al pasar por la tienda abandonada echaban una mirada a los desiertos estantes y al escaparate cubierto de polvo y cerrado por fuera con tablas viejas y desvencijadas. Sobre el mostrador, pintado de color de chocolate, un velón de petróleo alumbraba malamente el triste almacén cuya desnudez daba frío.

Era la casa de peones, el miserable albergue de las montañas mineras, donde se amontonan los jornaleros. Aresti estaba habituado á visitar aquellos tugurios que olían á rancho agrio, á humo y á «perro mojado». En la entrada de la casa estaba el fogón con algo de loza vieja alineada en dos estantes.

Sacaban los sacristanes de profundos estantes, como si fuesen libros de tela y madera, los famosos frontales del altar mayor. Los había especiales para cada fiesta. El de san Juan, alegre y risueño como una verbena, con corderos de oro y prietos racimos que acariciaban con sus manos mantecosas los angelitos gordinflones.