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Cuando Tánger y Tolón, Amberes y Calais, estén sometidos á la barbarie germánica, ya hablaremos de eso más detenidamente... Tenemos la fuerza, y el que la posee no discute ni hace caso de palabras... ¡La fuerza! Esto es lo hermoso: la única palabra que suena brillante y clara... ¡La fuerza! Un puñetazo certero, y todos los argumentos quedan contestados.

Dispongo de quince días libres antes de tomar el vapor de América; he leído el anuncio el viernes a la tarde; tengo hambre de música; París está insoportable... Un telegrama a Londres a un amigo para que me retenga localidades y a la mañana siguiente, heme volando en el tren del Norte en dirección a Calais.

Nadie sabía lo rico que él era, y esta vez no se podría dudar de su fortuna viéndole alternar con los más grandes y tirar el dinero á manos llenas. El temor, sin embargo, se volvió á apoderar de él. Nunca había navegado más que para ir del Havre á Trouville y de Calais á Douvres, y aun en estas cortas travesías había tenido tiempo para sentirse malísimo.

Á través de los siglos véola al frente de las otras naciones, pueblo rey entre todos los pueblos, grande en la guerra pero más grande aún en la paz, progresiva y feliz, sin más monarca que la voluntad de sus hijos, una desde Calais hasta los azules mares del sur. ¿Oíslo, señor de Morel? exclamó triunfante el caudillo francés. Pero ¿qué de Inglaterra? preguntó tristemente el barón.

Calais es una ciudad antigua, de mucha celebridad histórica, bastante bien edificada en su conjunto, pero muy fea y de calles estrechas y tortuosas. La ciudad es notable por sus fabricas de gasas muy bellas de algodon, que son muy activas, su modesta biblioteca y su escuela de hidrografía.

Diez minutos después, el ruidoso expreso de Calais a Roma, el limitado tren compuesto de tres vagones-cama, coche-restaurant y coche de equipajes, entraba en la gran estación abovedada, y, despidiéndome del ridículo viejo Babbo, subía al tren y me era señalado mi compartimiento hasta Calais.

Eso no quita, observó el barón, y nunca está de más que cada compañía tenga su amanuense, alguien que entienda más de leer un pergamino y de redactar un informe que de andar á flechazos con el enemigo. Todavía recuerdo yo á un secretario que tuve en la campaña de Calais, llamado Sandal, que era también trovador y juglar de mérito.

A la una de la madrugada llegué á Calais, embarcándome por la vez primera: la travesía hasta Douvres la hice en dos horas, sin haber sentido la mas leve incomodidad. En Douvres nos registraron apénas el equipaje, nos dieron un documento para poder salir de Inglaterra, vieron nuestros pasaportes, recobramos el camino de hierro, y á las cuatro horas entramos en Lóndres.

El digno Inglés roncaba aún con toda la energía de un opulento abdómen, y nuestros dos Franceses disputaban todavía con calor sobre sus proyectos de vida parisiense, cuando el tren se detuvo en el embarcadero de Dover. Todo el mundo corrió hacia el puerto, en solicitud del vapor-correo que debia conducirnos á Calais, al través del canal de la Mancha.

Al cabo se oyó el silbido prolongado de la locomotiva; tomamos nuestros asientos en los mullidos vagones, y partimos como el huracán bajo las sombras interrumpidas de las bóvedas del embarcadero y de los túneles del camino ya léjos de la ciudad, la cual parecía un colosal fantasma, de formas extravagantes é indefinibles. En el wagon. Dover. El paso de Calais. La entrada á Francia. Calais. Amiens.