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Entramos en un sembrado de trigo morisco junto al bosque, un gran campo blanco y negro, en flor y granado, con perfumes de almendra. Picoteaban también allí unos hermosos faisanes de irisadas plumas, bajando sus crestas rojas por temor a ser vistos. ¡Ah! ¡Estaban menos altivos que de ordinario! Mientras comían, nos pidieron noticias preguntándonos si había caído alguno de los suyos.

Mi tío subía la escalera envuelto en una reserva absoluta mientras que su mujer no cesaba de contarle todo lo que había visto y comprado en el día, en trapos y alhajas, colgándosele del brazo y representándole toda una comedia de cariños digna de una nieta que pretende engañar al abuelo. Subimos y entramos en el salón.

Tras consagrar un piadoso recuerdo á la milagrosa imagen de Antipolo, á la vista del río, cuyo cauce siguen la mayor parte de los miles de romeros que visitan el santuario, y después de una corta marcha, franca y desembarazada, entramos en la barra de Napindan, que abre la gran Laguna de Bay.

Me levanté, me vestí y me acicalé todo lo posible. Los marineros de la fragata, vestidos de día de fiesta, nos esperaban en el bote; entramos don Ciriaco y yo, y nos dirigimos al puerto de Cádiz.

Hubo un instante en que no pudimos contrarrestar el impulso de una ola, y entramos en el canalizo rasando las rocas, envueltos en nubes de espuma, expuestos a hacernos pedazos. Alrededor, cerca de nosotros, todo el mar estaba blanco; en cambio, por contraste, más lejos parecía completamente negro.

Pero no pareció poco ni mucho humillado, como si el ignorar tales cosas no valiese la pena de fijar la atención. Y la plática volvió, es claro, a rodar sobre caballos. El conde preparaba dos para las próximas carreras. De allí, como por la mano, entramos otra vez en el terreno de los toros, y de nuevo tuve ocasión de admirar los conocimientos del prócer y la afición.

Animados con su aliento y brío, nos entramos por un espeso bosque, donde el santo varón, pasando por las matas y troncos, armados de durísimas espinas por todas partes, dejaba aquellos andrajos de su sotana que habían escapado del fuego, cayendo á cada paso sin poderse levantar, con que era preciso darle la mano.

El tono con que hablaba el joyero era tan serio, y apoyaba su frente contra la punta del dedo índice como en señal de gran cavilacion, que el P. Camorra contestó muy serio: ¡Quién sabe, quién sabe! Y pues que de leyendas se trata, y entramos ahora en el lago, repuso el P. Sibyla, el Capitan debe conocer muchas...

Y silenciosamente entramos de nuevo en el aposento. Con la luz artificial, las cosas todas presentaban su aspecto de costumbre, y el retrato de mi madre la dulzura inafable de su rostro. Debajo de él, sobre una mesa, se hallaba mi último soneto; lo tomé para leerlo a Rafael, y encontré que estaba humedecido y emborronado.

Entramos, primero domingo después de Cuaresma, en poder de la hambre viva, porque tal laceria no admite encarecimiento.