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Ya andaba errante entre un caos de piedras derrumbadas de una cuesta peñascosa, ya recorría al azar un bosque de abetos; otras veces subía á las crestas superiores para sentarme en una cima que dominaba el espacio; y también me hundía con frecuencia en un profundo y obscuro barranco, donde me podía creer sumergido en los abismos de la tierra.

El cielo de aquella región casi nunca estaba sereno: a la mañana y a la tarde, en toda época del año, el suelo se cubría de neblinas que, lamiendo las vertientes y los altos, se alzaban poco a poco hasta formar nubes que, apoyándose en las crestas de la sierra, tendían el vuelo por los aires, confundiéndose, hacia el confín del horizonte, con otras nubes que venían de montes más lejanos.

El cielo parecía haber descendido, tocando las crestas de las montañas, devorándolas en su seno oscuro, como si las decapitase. Pasaban a bandadas con el pavor de la fuga, graznando estridentemente, los pájaros de presa. ¡Camará!... ¡la que se nos viene encima! exclamó Zarandilla, que ya no veía nada, como si para él hubiese cerrado la noche.

Son las olas de una mar embravecida que vienen a estrellarse en vano contra la inmóvil y áspera roca; a veces queda sepultada en el torbellino que en su derredor levanta el choque; pero un momento después sus crestas negras, inmóviles, tranquilas, reaparecen burlando la rabia del agitado elemento.

De las dos fajas fugitivas, separadas por una zona siempre creciente, ocupada por especies enemigas, la que se retiraba hacia la montaña veía disminuir el espacio ante ella, en proporción á la suavidad del clima: ocupó primero las estribaciones de la falda, después las pendientes medias, después las altas cimas, y ahora tienen algunas como refugio último las crestas supremas de la montaña.

Viajemos á capricho lejos de las matas gramíneas que se balancean á nuestro lado á la otra parte de los álamos que hacen sombra á la fuente, y de los surcos que rayan la falda de la colina; más allá todavía de las ondulaciones vaporosas de las crestas que marcan las fronteras del valle y de los blancos jirones de nubes que festonean el horizonte.

Nunca había visto el mar tan enfurecido. Afortunadamente que esas olas sólo esparcían sobre nosotros el líquido de sus crestas, ó si no, la corbeta habría sido tragada... En tan terrible combate quedó inmóvil, no sabiendo á quién obedecer.

En cada una de las crestas que la brisa levantaba en el agua, los rayos del astro depositaban una luz fugitiva y viva, que al mezclarse y confundirse con las demás en cabrilleo incesante semejaba la ebullición monstruosa y fantástica de los tesoros ocultos en el fondo del océano.

Algunas de estas nubes se yerguen en el horizonte bajo la forma de verdaderas montañas. Sus crestas y sus cúpulas, sus nieves y sus hielos resplandecientes, sus sombríos barrancos, sus precipicios dibujan todo su relieve con perfecta limpieza. Lo que hay es que los montes de vapor son flotantes y fugitivos; formólos una corriente de aire, y otra corriente puede destrozarlos y disolverlos.

Tras un trayecto que nos fué sumamente difícil de correr, se aclaró la maleza dejando el habla al ponernos á la vista; pocos pasos más y los cascos de nuestros pequeños caballos pisarían las faldas del Sungay, cuyas crestas las envolvía las densas brumas de la mañana.