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Actualizado: 3 de mayo de 2025
Al borde mismo del mar, un sendero pedregoso pasaba por encima de un acantilado cuyo pie estaba horadado y formado por rocas desprendidas. Las olas se metían por entre los resquicios de la pizarra, en el corazón del monte, y se las veía saltar blancas y espumosas como surtidores de nieve. Algunos chicos no se atrevían a asomarse allí, de miedo al vértigo; a mí me atraía aquel precipicio.
Bien decía doña Lupe que así como el primogénito se llevara todos los talentos de la familia, Nicolás se había adjudicado todos los pelos de ella. Se afeitaba hoy, y mañana tenía toda la cara negra. Recién afeitado, sus mandíbulas eran de color pizarra. El vello le crecía en las manos y brazos como la yerba en un fértil campo, y por las orejas y narices le asomaban espesos mechones.
A su lado, míster Robert, inmóvil como él, contemplaba la pizarra con ira mal reprimida... Un corredor, ciego de furor, dió un palo sobre el encerado, y como si esto hubiera sido la chispa del incendio, míster Robert se abalanzó a la pizarra, de un salto prodigioso, y quiso arrancarla; quiso y no pudo, y entonces, con enérgico ademán, borró las cifras malditas.
Como borra la esponja del escolar el problema escrito con tiza en la pizarra, para entregarse al juego, así se borró todo en mí para no ver más que lo siguiente: «Sr. D. Luis de Santorcaz: Voy a decirle lo ocurrido. Todo está resuelto, y por ahora le dan a usted con la puerta en los hocicos. La Sra. Marquesa de Leiva, al recoger a la señorita Inés, pensó en el modo de legitimarla.
Pero no osaba acercarse al portugués en público, y espiaba la ocasión de una entrevista; un día y otro día entraba en la Bolsa, y antes que la pizarra, sus ojos buscaban el levitón café, le seguía, le rozaba con la manga al pasar, pero sin detenerse; don Bernardino saludaba sonriendo y el señor de Melo Portas mostraba sus dientes de jabalí, lo que más parecía amenaza de mordisco, que expresión de cortesía.
Más a la izquierda, asomando solo la cabeza sobre las azoteas del caserío de la ciudad, veíase también la Torre de Plata, con su blanca corona de almenas. Más allá, el palacio de San Telmo, envuelto en la masa verde de sus naranjos, asomando las agujas de sus torrecillas de pizarra. El Guadalquivir corría bajo mis pies.
Como Ramón iba al colegio, hacía cuentas en su pizarra y leía libros de estudio, Lita creía en su ciencia. Después de su mamá, nadie le inspiraba mayor confianza. Sin embargo, desencantada esta vez por su respuesta, protestó, con cierta reserva de gran dama ofendida: Pues yo creo que hay hadas. Mírola Ramón casi con lástima...
Quilito no tiene viejo que pague los platos rotos, y piensa que si pierde, no tendrá más recurso que el tirito prometido a la tía Silda. Las alternativas de la suerte les mantiene en una agitación penosa, y diariamente van a leer su sentencia en la pizarra; ningún curso de catedrático es seguido con más asiduidad que este de la Bolsa, dictado por el demonio del juego.
Muy distinta de la pizarrosa es la roca caliza que forma algunos de los promontorios avanzados. Cuando se rompe, no se divide, como la pizarra, en innumerables fragmentillos, sino en grandes masas.
Lita se impacientó: ¡Tonto! Pregunto en qué día de qué mes se cumplirán los treinta días... ¡Parece increíble que un grandulón que multiplica por mil números en su pizarra no sepa sacar esta cuenta! Sí sé, sí sé repuso Ramón vivamente. Hoy estamos a cinco de junio... junio debe tener treinta días... Será entonces el cinco de julio... ¿El cinco de julio estaré sana? Si Dios quiere...
Palabra del Dia
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