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El día era de diciembre. Estaba el cielo gris; afeitaba el cierzo de puro frío, y aquella misma noche cayó una nevada de dos palmos. Nevando desde el amanecer y helando desde que anochecía, pasó más de media semana, y no volvía a Provedaño el hombre que había ido al invernal, ni se conocía su paradero.

Era alto, flaco de brazos y piernas y muy desarrollado de abdomen; de color trigueño, poca barba, que se afeitaba una vez á la semana, y los ojos verde-claros y un poquito bizcos. Tenía ya bastantes arrugas en la cara, y el vivo carmín de sus narices no armonizaba bien con la palidez de los carrillos.

La gente del palacio se lavaba las manos con cerveza y se afeitaba con miel. El rey había prometido hacer marqués y dar muchas tierras y dinero al que ha abriese en el patio del castillo un pozo donde se pudiera guardar agua para todo el año. Pero nadie se llevó el premio, porque el palacio estaba en una roca, y en cuanto se escarbaba la tierra de arriba, salía debajo la capa de granito.

Desde que entró a servir en su ramo y en la categoría que le cuadraba, estaba el hombre que no cabía en su chaleco. Hasta parecía que había engordado, que tenía más pelo en la cabeza, que era menos miope, y que se le habían quitado diez años de encima. Se afeitaba ya todos los días, lo que en realidad le quitaba el parecido consigo mismo.

Bien decía doña Lupe que así como el primogénito se llevara todos los talentos de la familia, Nicolás se había adjudicado todos los pelos de ella. Se afeitaba hoy, y mañana tenía toda la cara negra. Recién afeitado, sus mandíbulas eran de color pizarra. El vello le crecía en las manos y brazos como la yerba en un fértil campo, y por las orejas y narices le asomaban espesos mechones.