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Aunque en el país se le daba todavía el nombre de castillo, Rosalinda no era más que una cómoda casa burguesa, construida a fines del siglo XVIII y flanqueada por dos torrecillas con techo de pizarra que le daban un vago aspecto señorial.

Mientras caminaba hacia Rosalinda, se entretuvo en edificar una vez más ese quimérico refugio en que soñaba abrigar su edad madura. «Seguramente pensaba, enamorarse a mi edad se presta un poco al ridículo, pero no hay duda que la señora Liénard realizaría cumplidamente mis ideales.

Seguramente conoce usted dijo sonriendo Delaberge, aquel dicho de su país: «Los enamorados llevan sobre una planta cuyo perfume embalsama los caminos por donde pasan». Cuando mi primera visita, este perfume embalsamaba Rosalinda entera, y al regresar a Val-Clavin, acompañado del señor Princetot, adiviné que llevaba consigo la planta y que florecía por usted.

Lo que la víspera había observado, oculto tras los abedules próximos a la puertecilla del parque, no dejaba de ser una realidad desoladora... La señora Liénard no se preocupaba de él y reservaba para su rival todas sus amables atenciones... Sentíase el corazón lleno de amargores al recordar lo que había visto la tarde anterior en Rosalinda: veía la puertecilla abrirse bruscamente, aparecer en ella amable la hermosa viuda y tender a Delaberge su mano en la que éste dejaba galantemente un beso...

Habían llegado a la rampa de Very y, como la cuesta era muy ruda, Simón bajó para aligerar un poco al caballo, precisamente cuando el inspector general meditaba sobre la manera de abordar la cuestión tratada el día anterior en Rosalinda. Francisco se quedó solo en el carruaje atormentado por sus tristes pensamientos, pues había también neblina en su corazón.

Tocó el timbre, dio rápidas instrucciones a sus criadas, cubrió su cabeza con un gran sombrero de paja y volvió en seguida a reunírsele, diciéndole: ¿No es verdad que Rosalinda se ha embellecido mucho desde que usted no la había visto?

Iré a Rosalinda esta misma tarde exclamó Simón mientras coloreaba el rubor su rostro.

Y volviéndose seguidamente hacia Delaberge prosiguió la dama: Puesto que ha venido usted a Rosalinda, permítame que le convide a comer, sin ceremonias... Ya sabe usted que en el campo se hacen las visitas en la mesa... Además tendrá usted compañía para volver a Val-Clavin, pues quiero que me prometa el señor Simón que al regresar de los bosques ha de venir aquí a comer con nosotros... ¡Buena es ésta! se interrumpió a misma riendo.

Entonces prosiguió Delaberge vivía en Rosalinda un hombre muy original llamado Le Maroise. Tenía costumbres muy singulares, se pasaba el santo día en un cuarto con las ventanas cerradas y no salía sino después de anochecido, en una vieja berlina que guiaba un cochero tan extravagante como su dueño... ¡Ese hombre original era mi tío! interrumpió ella riendo. ¡Ah!... Perdóneme...

Supuso que la señora Princetot se alarmaba sin duda a causa de la enemiga que su hijo manifestaba a la Administración forestal y temiendo que esto le había de causar algún disgusto. Para tranquilizarla añadió: , pasé ayer con su hijo algunas agradables horas en Rosalinda... Un doloroso suspiro se escapó de los labios de Miguelina y esto aumentó todavía la sorpresa de su interlocutor.