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Pasados estos incidentes volvía otra vez la lección cantada, y la arboleda parecía estremecerse de fastidio al tamizar entre su ramaje este monótono sonsonete. Algunas tardes oíase un melancólico son de esquilas, y toda la escuela se agitaba de contento. Era el rebaño del tío Tomba que se aproximaba. Todos sabían que llegando el viejo con su ganado había un par de horas de asueto.

Nada de morirse... no hable V. de eso ya. Lo que importa ahora es dar pronto con un simón... Vamos adelante... ¿qué es eso; tropieza V.? , señor; creo que ha dado contra la columna de un farol... ¡Como soy ciego! ¿Es V. ciego? preguntó vivamente el desconocido. , señor. ¿Desde cuándo? Desde que nací. Juan sintió estremecerse el brazo de su protector; y siguieron caminando en silencio.

Cuando se daba cuenta de haberse entregado a estos éxtasis humanos, seducida por las voces sordas de la Naturaleza, un espíritu de religiosa austeridad la hacía estremecerse, y su alma, poseída del afán del martirio y de la santidad, respondía con todas sus escasas fuerzas al reclamo implacable de aquel afán.

De las techumbres de paja de las barracas salían las bandadas de gorriones como un tropel de pilluelos perseguidos, y las copas de los árboles empezaban á estremecerse bajo los primeros jugueteos de estos granujas del espacio, que todo lo alborotaban con el roce de sus blusas de plumas.

Salid. Después añadió con acento de desprecio. ¡Estrechar la mano á mis criados! tiene los gustos bajos de su padre. Esta conclusión la satisfizo, aunque no fuera justa, y Clementina volvió á entregarse á sus ocupaciones habituales. Á los tres días y á eso de las tres de la tarde, estaba Herminia trabajando bajo el emparrado, cuando la hizo estremecerse una campanada que sonó en la verja.

Pero Simoun volvió á estremecerse; le pareció ver delante de el rostro severo de su padre, muerto en la carcel pero muerto por hacer el bien, y el rostro de otro hombre más severo todavía, de un hombre que había dado su vida por él porque creía que iba á procurar la regeneracion de su país.

Demetria le tropezaba de vez en cuando, unas veces en la aldea, otras camino de la fuente y siempre que le veía no podía menos de estremecerse. El recuerdo del agravio que aquel hombre asqueroso la había hecho á orilla del río asaltaba su imaginación y siempre estaba temiendo que se repitiese.

Tenía los pies más arriba de la cabeza de Lubimoff, y á éste le bastó elevar un poco los ojos para ver aquellas medias cuyo zurcimiento había explicado la duquesa. Vió algo más, que le hizo estremecerse; y con la ligereza de un muelle que se dispara, salvó en varios saltos los escalones que existían entre ambos.

Al estremecerse las losas del pavimento bajo un paso humano, se entreabrían ventanas. Un carruaje provocaba la aparición de muchas cabezas. Los escasos transeuntes eran á veces canónigos de la catedral, frailes descalzos con una corona de pelo en torno del cráneo afeitado, monjas con enormes mariposas almidonadas en la cabeza.

Su país no figuraba, por fortuna, entre las naciones indecentes, pero tampoco era decente, y dejaba escapar la ocasión de cierta gloria que hacía estremecerse al coronel. Desde tres meses antes, una idea fija perturbaba sus mejores momentos. Los aliados habían entrado en Jerusalén. ¡Gran alegría para el viejo soldado católico!