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Quiso conocer el misterioso perfume de aquella ciencia odiada que perturbaba a los sacerdotes de Dios y les hacía renegar indirectamente de las creencias de diecinueve siglos.

Nadie había que las guiase, así por lo fragoso del sitio, ni de los cabrerizos frecuentado, como por el temor que inspiraba la maldición del ermitaño, pronto a echarla a quien invadía su dominio temporal, o a quien le perturbaba en sus oraciones. Ya se entiende que este ermitaño, tan maldiciente, era pagano.

Al principio repugnaba á Miguel, pero había acabado por seducirle con su frescura olorosa que perturbaba dulcemente los sentidos, como si su embriaguez fuese de perfumes. fumarás indudablemente la pipa dijo Alicia con sencillez. El hizo un gesto negativo y recordó el olor que había asaltado su olfato al entrar allí. Sabía qué «pipa» era ésta, y extendió su mirada por el estudio.

Era el santo miedo, guardián de nuestra conservación, el que perturbaba á las gentes, ocultándoles la terrible verdad que existe al término de toda vida. Las gentes cuerdas consideraban una locura el ir al encuentro de la muerte.

Exagerando lo que daba que hacer, lo mucho que se manchaba y lo que perturbaba el servicio de la mesa, logró a la postre que no se sentase a ella y en una pequeñita que se le puso en el cuarto de la plancha, próximo a la cocina.

La división que perturbaba á la villa, mostrábase, también en el restaurant, impulsando á unos parroquianos contra otros faltando poco para que se arrojaran los platos y se acometiesen con los cuchillos. A las dos volvió Aresti al Arenal. Formábanse de nuevo los grupos cerca del puente, mirando con hostilidad á los aldeanos que pasaban camino de las parroquias.

Instituida esta solemnidad por el Pontífice Urbano IV en 1264 para toda la cristiandad, no fué acogida en sus principios, con todo el amor que era de esperar á causa de la gran división que perturbaba la Italia de güelfos y gibelinos, pero en el Concilio general de Viena celebrado en 1311 bajo Clemente V, fué confirmada la Bula de Urbano IV en presencia de los reyes de Francia, Inglaterra y Aragón, mandándose ponerla en vigor en toda la Iglesia.

Era un forastero, un extraño que perturbaba con su presencia la vida tradicional de aquellas gentes. Le había recibido Pep con un respeto de antiguo siervo, y pagaba tal hospitalidad perturbando su casa y la paz de su familia.

Ya en la cuarta misa, el caballero aquel, no sólo se distraía sino que perturbaba la devoción de los fieles, pasando delante de los altares, donde se decía misa, sin hacer la más ligera genuflexión ni reverencia. «Tendré que decirle que se vaya pensaba la santa . Esa no es manera de estar en la iglesia».

La víctima antigua, inmolada sobre el libro de la Constitución con el cuchillo de la teocracia, no infundía cuidado; lo que perturbaba era el cuchillo mismo revolviéndose fiero contra el pecho del amo. ¡Oh, qué error tan grande haber sacado de su vaina aquella arma antigua cuando ya comenzaba a enmohecer!... El pobre Rey, a quien la Nación no amaba ni temía ya, debió, sin duda, los pocos consuelos de sus últimos meses al espíritu tolerante de su mujer, y si él no se dejaba arrastrar públicamente al liberalismo, sabía tener secretas alegrías cada vez que el Gobierno mortificaba a la gente apostólica.