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La pesadez del hombro le impulsaba á cambiar de posición, como si esto pudiera librarle del dolor. Con paso vacilante, entumecido por el reposo, salió de la barraca, sentándose bajo el emparrado, en un banco de ladrillos. La tarde era desapacible; soplaba un viento demasiado fresco para la estación.

Estaba en frecuente correspondencia con su hijo el notario. De tarde en tarde llegaba una carta del menor, del predilecto, desde remotos países que sólo conocía de oídas el viejo navegante mediterráneo. Y las largas inercias á la sombra de su emparrado, frente al mar azul y luminoso, las entretenía construyendo sus pequeños buques. Todos ellos eran fragatas de gran porte y atrevido velamen.

Delante de ella, sentado bajo el corredor emparrado, con el sombrero en la mano y sudando como lo que era, como un buey, estaba el actuario D. Casiano. Cerca de él Regalado.

Se secan sus lágrimas; el estupor de la desesperación se lee en sus facciones rígidas y pálidas; ella vuelve el rostro y se deja arrastrar por él como si no tuviera ya voluntad. En el umbral del emparrado, retira su brazo del de Juan y, reuniendo sus últimas fuerzas, se precipita sola hacia la puerta. Luego, desaparece en la sombra espesa del follaje.

Los mirlos que dormían en las higueras y cerezos de la huerta del tío Goro estallaron en un trino formidable al despuntar la aurora. Demetria abrió los ojos y una sonrisa divina se esparció por su rostro. Se puso velozmente de rodillas sobre la cama y juntando las manos dijo su oración matinal. Ciñó luego con prisa las enaguas, se echó un pañolito sobre el pecho y abrió el corredor emparrado.

Un resto de luz solar alumbraba débilmente el largo emparrado; los pámpanos ya muy ralos dibujaban sobre el cielo muy pálido multitud de recortes agudos y algunos ratones de campo que merodeaban con grandes precauciones a lo largo de los tirantes del emparrado, desgranaban los pocos racimos de uva marchita que habían quedado olvidados por los recolectores.

Todavía recuerdo una noche en que sentado en la butaca de un teatro escuchando cantar cierta ópera me preguntaba el amigo que tenía á mi lado: «¿Te gustaNo le respondí con rabia; preferiría ahora estar sentado debajo del corredor emparrado de mi casa oyendo ladrar los perros». También recuerdo otra noche en que al salir del café y retirarme á casa tropecé con tres hombres que iban cantando una de nuestras baladas más conocidas, la del galán d'esta villa.

No encuentra nada que decir, y, dirigiéndose a Juan, que está vuelto de espaldas, con la cabeza apoyada en el montante de la puerta, de pie a la entrada del emparrado: ¿Por qué cantabais cosas tan tristes? le dice en tono rudo. Yo mismo me sentía... no cómo, cuando empezasteis; y ella... ella no es más que una mujer.

¡Esta vez vengo a buscarte! le gritó a Marta. Ella se dejó caer sobre el pecho de Roberto y lloró. ¡Cuán feliz era! Pero yo me retiré al emparrado más sombreado del jardín y, abandonándome a mis reflexiones, me pregunté si mi corazón no tendría también algún día un hogar en que pudiera refugiarse tanto en las horas felices como en las horas de angustia.

Por allí andaba Pimentó, que acababa de llegar de la taberna con cinco músicos, tranquila la conciencia después de haber estado durante algunas horas junto al mostrador de Copa. Afluía cada vez más gente á la barraca. No había espacio libre dentro de ella, y las mujeres y los niños sentábanse en los bancos de ladrillos, bajo el emparrado, ó en los ribazos, esperando el momento del entierro.