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Así como los eruditos se precian de no ignorar la más mínima particularidad concerniente a remotas épocas históricas, este sujeto se jactaba de poder decir, sin errar punto ni coma, lo que disfrutaban de renta, lo que comían, lo que hablaban y hasta lo que pensaban las veinte o treinta familias de viso que encerraba el recinto de Santiago.

Cuando vio a las claras que sus soldados habían sido vencidos, que la plebe triunfante había invadido la fortaleza y que ya se disponía a romper las puertas y a entrar en el alcázar, su desesperación fue completa y horrible. Abdul ben Hixen se jactaba de su nobilísima estirpe. Pretendía descender, por una ilustre serie de monarcas guerreros, del propio Mohamud de Gazna el Grande.

En su agreste retiro, la familia de Gláfira se había resistido a hacerse cristiana y guardaba vivos y frescos, por tradición, los recuerdos del paganismo. Hasta se jactaba de poseer virtudes mágicas y prendas sobrenaturales, adquiridas por iniciación en venerandos y primitivos misterios.

Como había viajado un poco y se jactaba de haber visto todos los adelantos del arte de la guerra, pasaba por militar instruído. Estaba suscrito a dos o tres revistas científicas; citaba en las tertulias, cuando se tocaba a su profesión, algunos nombres alemanes; para discutir empleaba un tono enfático y sacaba voz de gola que imponía respeto a los oyentes.

A veces, los profesores alternaban con ellos en estos juegos y llegaban a interesarse y a herirse en el amor propio; el capellán, principalmente, ya sabemos que se jactaba de sobresalir en toda clase de ejercicios corporales, y creía poseer las fuerzas de Sansón; así que le pinchaban un poco, se despojaba de los manteos y la sotana y se ponía a dar brincos como un zagal, cogía a los bueyes de las carretas por los cuernos, sacudía los árboles, enseñaba los brazos, levantaba los chicos a pulso y ejecutaba otras prodigiosas hazañas que recordaban las celebradas de Orlando furioso.

Huimos en la ballenera, y creo que al cocinero y a algún otro se le ocurrió apoderarse de los cofres de Zaldumbide y llevarlos con nosotros. Cuando huíamos, El Dragón se hundió. Después Ugarte se jactaba de haber hecho en el casco un boquete. No si esto fué verdad.

Don Carlos Peláez, notario eclesiástico que desempeñaba otros dos o tres cargos en Palacio, no todos compatibles, se jactaba de ser una de las personas más influyentes en la curia eclesiástica y aun en el ánimo del señor Provisor. Bien iba a probarlo ahora interponiendo su favor para arrancar al mísero párroco de Contracayes, aldea de la montaña, de las garras de la disciplina.

En una tarde de abril, terminadas las vísperas, salieron los novicios del coro, donde habían estado entonando salmos, y fueron, según costumbre, a pasar dos horas de recreo jugando en un gran patio. Había un novicio de origen obscuro, lo cual se contraponía a la alta nobleza de que se jactaba con razón la mayoría de los otros. Este novicio era español.

Ahí está Barras. Entraba el conde, frío y altanero según su costumbre. El principal se levantó con deferencia para introducirle en el despacho del notario, a quien encontró solo con gran asombro suyo. ¿Dónde diablos se han metido los otros? Puede que en algún armario dijo el joven Candore, que había estado en París y se jactaba de conocer las piezas de Hennequín.

Algo influyó donna Olimpia en la renaciente cultura de los abisinios, y de ello con razón se jactaba. Censuró y condenó las muy frecuentes borracheras de onfacomeli, bebida de que se abusaba mucho en Abisinia, y de cuya composición, tal como la explica el diccionario de la Real Academia Española, tantos donaires y chistes acertó a decir nuestro amigo don Manuel Silvela.