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Vi sus hermosos ojos brillar con una expresión de orgullo y bravura que me conmovió hondamente. El alma vehemente, apasionada, de aquella mujer despertaba en la mía energía que no sospechaba existiesen. Le apreté la mano con fuerza. En aquel instante no temía a nadie en el mundo, incluso al Naranjero. Luego que me separé de la reja y entré en mi casa, ya fue otra cosa.

Me parecía oír el cántico de los cánticos. Apreté los dientes y guardé silencio. ¿Sabía yo misma de dónde me venían? Pero él se sentó junto a y me tomó las manos. Olga continuó, lo que acabas de decir no era precisamente muy práctico, pero era hermoso, era sincero, y me ha conmovido hasta el hondo del alma.

Apreté los puños de ira, y hasta hoy me asombro cómo pude dominarme para no saltar de mi escondite y arrojar por el suelo a ese impudente campesino. Hubiera sido capaz en aquel momento de dejarlo muerto en el sitio.

Me así del borde de la mesa para no caer. ¡Vamos! ¡valor, valor! murmuró él poniéndome la mano en el hombro. La fiebre, ese terrible huésped, está allí y no es tan fácil despedirla. Yo apreté los dientes: no quería que me viera temblar. Ya había oído hablar con frecuencia del peligro de la fiebre puerperal, aunque no pudiera formarme una idea de sus terrores. ¿Roberto lo sabe?

Oíame ya en esto con sosiego, que fue la primera seña de su conversión y pidióme, que se lo dejara pensar un poquito: apreté con que el tiempo era corto y en fin le fuí disponiendo, como Dios me ayudó y su Madre y al cabo de rato, hallándome precisado a dejarle por un corto espacio, declaré el estado en que se hallaba y se lo encomendé al Reverendísimo Padre Maestro Fray Pedro Juan Nicolau Exprovincial de los Vitorios y Calificador del Santo Oficio, a cuyo espíritu había Dios destinado la victoria, haciéndole declarar a poco rato por católico.

Aquel tranquilo declinar de un día nebuloso, precursor de otros más serenos, la seguridad del cielo que se despejaba y se embellecía, aquella alegría de los niños para animar el parque ya casi despojado de hojas y de verdor, una madre confiada y feliz sirviendo de vínculo de unión del padre con los hijos, este último grave, llena la mente de pensamientos, confortado, recorriendo a paso lento la rica y fecunda alameda cubierta de parra, aquella abundancia en medio de aquella paz, aquel colmo del deber en la felicidad, todo, en fin, lo que estaba en torno de nosotros constituía, después de nuestra conversación, un desenlace tan noble, tan legítimo, tan evidente, que conmovido le tomé el brazo a Domingo y se lo apreté aún más afectuosamente que de costumbre.

Ese pensamiento, que se despertó de pronto en mi cerebro, esparció en él una oleada de luz tal, que cerré los ojos como cegada. Y luego de nuevo gritar en : «¡Marta morirá y será tu deseo lo que la habrá muertoApreté los dientes y apoyándome en la pared me arrastré hasta el cuarto de la enferma.

Después me apreté la hebilla del chaleco hasta quedarme sin respiración, y mi pobre hermana vieja estuvo a punto de perder la paciencia, a fuerza de hacer y deshacer, y volver a hacer, el nudo de mi corbata, al que no conseguía darle un aspecto bastante inspirado. Y, entretanto, siempre este pensamiento lancinante: «Hanckel, te estás poniendo en ridículo

Tras una esquina, a lo lejos, surgió una humareda de teas; era la turba. Loco de espanto, apreté los talones a los ijares del animal y corrí a lo largo de la muralla que se extendía como una vasta cinta negra furiosamente desenrollada. De repente vi una brecha, un boquete erizado de espinas y zarazas, y fuera la planicie que bajo la luna tenía la apariencia de una gran charca de agua dormida.

Pero cuando uno no está bien... entonces... entonces... No supo decir más. Yo apreté los puños: ¡habría sabido concluir tan bien la frase por él! sabes dijo Marta, que el enfermo es siempre el último en saber que no está bien. Yo creía que él debía saberlo mejor que nadie. ¿Y si uno juzga que no vale la pena hacerle caso?