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El ingeniero, sus acólitos y todos los hombres de fuerza sintieron que sus ojos se humedecían. Luego, llevándose las manos á la garganta, empezaron á estornudar.

Es el arte sublime de la madre que llora por su hijo, que se va á la guerra; el hijo, que es tal vez aquel hombre muerto en un escampado. La pintura que vimos ayer en Versalles, es el arte de la lágrima cristiana, como he dicho en estos apuntes más de una vez. Mas ¿por qué, preguntó el ingeniero, cuenta usted á Colon entre los genios inventores?

Usted dispense, caballero prosiguió volviendo los ojos a Andrés; pero este mozo es más animal que el andar a pie... Hoy no podemos salir a la hora en punto, porque va el señor gerente con el ingeniero a reconocer unas minas... De todos modos, no será cosa lo que nos retrasemos... Andrés levantó la mano, como diciendo: ¡Por no se molesten ustedes!

Luego se volvió hacia Robledo: ¿Y usted, baila?... El ingeniero fingió que se escandalizaba. ¿Dónde podía haber aprendido los bailes inventados en los últimos años?

La sonriente miss iba á heredar algún día varios millones; y esto no representaba para ella ningún impedimento en sus simpatías por Gillespie, buen mozo, héroe de la guerra y excelente bailarín, pero que aún no contaba con una posición social. El ingeniero se tuvo durante medio año por el hombre más dichoso de su país.

Su novio, que se había educado en el extranjero, haciéndose luego ingeniero en España, tenía cuatro o seis años más que ella, y era también inteligente, rico, de buena índole y arrogante figura, cualidades que le rindieron en poco tiempo el corazón de Felisa, pero que no bastaron a conquistar su voluntad. La conducta de la muchacha era un verdadero enigma.

El ingeniero, escuchándole, veía el cuadro de la villa, aburrida sobre el montón de sus riquezas, bostezando con tedio monacal en medio de una prosperidad loca. Los ricos aumentaban su fortuna, sin otro goce que el de la posesión; adornando sus casas con un lujo que nadie había de admirar, pues el retraimiento de la raza y los escrúpulos religiosos se oponían á las fiestas de sociedad.

González le hizo ver un sombrero que uno de sus parroquianos había encontrado junto al río, lejos del campamento. El ingeniero lo reconoció inmediatamente. Era el que llevaba Torrebianca. Estaba convencido, desde mucho antes, que su compañero no figuraba ya entre los vivos.

El millonario, ante la sonrisa de Aresti y la indecisión de las palabras del joven, se convenció de que éste mentía. Sanabre siguió hablando. No olvidaba la bondad con que le había distinguido su jefe: sentía alejarse de su lado, pero estaba resuelto á la separación y tardaría en irse lo que tardase en encargarse de los altos hornos otro ingeniero. Mientras tanto, allí estaría á sus órdenes.

Corre al pueblo y da esta carta al señor Robledo el ingeniero, ó al comisario... Al primero que encuentres. Quiso añadir nuevas explicaciones, pero el duende cobrizo ya no podía escucharlas. Se había lanzado cuesta abajo, y poco después saltaba sobre el caballo, desapareciendo al galope. Volvió otra vez Ricardo á subir la ladera arenosa para observar lo que pasaba en el rancho.