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Bajaban á ciertas horas del día á los talleres, para dar sus órdenes á los contramaestres, y volvían á encerrarse en su estudio misterioso, sin que los obreros oyeran de sus labios la menor repulsa. Su jefe era Fernando Sanabre, el cual, mostrando una memoria prodigiosa, conocía á todos los trabajadores, llamándolos por sus nombres.

Cuando el inglés volvió á su país, Sánchez Morueta miró con sonrisa paternal á su ingenierillo. «Muchacho, ¿te atreverías con todo eso?... ¡Vaya si se atrevió! El millonario reconocía que desde que Sanabre estaba al frente de los altos hornos marchaba la explotación con más regularidad, siendo menos frecuentes los conflictos entre la administración y el ejército obrero.

Había venido preparando desde mucho tiempo aquella entrevista con Fernando Sanabre, y al llegar el momento temblaba como si fuese á realizar un delito.

Sanabre se entusiasmaba hablando del convertidor de Bessemer; el gran descubrimiento industrial que había abaratado el acero, enriqueciendo á Bilbao al mismo tiempo, pues exigía minerales sin fósforo, como los de las montañas vizcaínas.

El hierro era de un rosa intenso al salir del horno con ruidosas gárgaras; rodaba por las canales con la torpeza del barro, enrojeciéndose como sangre coagulada, y al quedar inmóvil en los moldes, se cubría de un polvo blanco, la escarcha del enfriamiento. El médico no podía seguir junto al horno, y tiraba de Sanabre. Vámonos, ingeniero del demonio. Esto es para morir.

No hay nada que me detenga para llegar hasta . Buscaré á esos Padres, iré á la Residencia, seré luis: todo lo que me digas. ¿Pero y si á pesar de esto tu familia no me admite? ¿Y si tu madre quiere casarte con otro?... Sanabre abordaba por fin la gran cuestión que su inquietud amorosa traía preparada; lo que más le había hecho desear aquella entrevista.

Vamos á ver, Fernandito dijo cogiéndolo por un botón de la americana. Ahora que estamos solos y no hay miedo de que nos oiga tu gente: ¿cómo van esos amores?... Sanabre se ruborizó, haciendo signos negativos con la cabeza; pero le desconcertaba la mirada del doctor, fija en él con la tenacidad insolente de los miopes. ¡Pero ingeniero del demonio!

Si Sánchez Morueta gozaba de algún afecto entre los miles de hombres que le veían pasar como un fantasma por el edificio de la dirección, era un reflejo del cariño que todos sentían por Sanabre. Aquella gente adivinaba la simpatía que el amo profesaba al ingeniero. Mientras don Fernando estuviese al lado del millonario, no había que temer que entrase en los altos hornos el espíritu de purificación santurrona que reinaba en otras fábricas.

Sanabre parecía inquieto; miraba de vez en cuando á sus subordinados con ojos de azoramiento, y al convencerse de que ninguno de ellos se fijaba en él, volvía á escribir, no en los papeles de marca grande que usaba para sus trabajos, sino en un pliego de cartas que el joven ingeniero parecía acariciar con la pluma, trazando las letras con delicadeza de artista.

Pues, ¿y en los altos hornos? exclamó después el capitán, Allí va á haber cualquier día una huelga, seguida de la degollina de todos los beatos que toman las oficinas como terreno de conquista. Desde que se fué Sanabre, aquel chico tan simpático, la fundición es un infierno. Pepe tendrá cualquier día una sublevación ruidosa, y á los huelguistas no les faltará motivo.