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Don Luis, vuelva pronto. No olvide que hoy es San José y que le esperan en Bilbao. No haga á su primo una de las suyas. Aresti notó la entonación de respeto con que hablaba la vieja de aquel primo que le había invitado á comer por ser sus días. En todo el distrito minero nadie hablaba de él sin subrayar el nombre con una admiración casi religiosa.

Aresti vió todo el resto del monasterio: el refectorio, con su púlpito para la lectura; la capilla, en la que hacían los hombres sus ejercicios espirituales, colocando los Padres á la puerta una bandeja para que los jóvenes depositasen en un papel cerrado sus peticiones á la Virgen; la cocina, donde los hermanos guisanderos le explicaron los tres platos sólidos que correspondían á los individuos en cada comida: el salón acristalado, en el cual fumaban sacerdotes y seglares un cigarrillo único, pues en el resto del monasterio, aunque el fumar no estaba prohibido, era mal visto por los superiores.

El metal en ebullición arrojaba por la boca superior de la campana un torbellino de chispas, un ramillete de fuego. ¡Pero qué chispas! ¡qué fuego! Era aquello tan grande, tan inconmensurable, que Aresti recordaba, como un juego sin importancia, la salida del metal de los altos hornos.

Y le arrastró con paternal solicitud, como si el millonario fuese el primer estandarte de la romería. Aresti quedó inmóvil, avergonzado de su arrebato. Pero en fin, lo hecho bien estaba, ya que no tenía remedio. Los empellones de la gente que huía le sacaron de su abstracción. Los jinetes de la guardia civil corrían al trote por la plaza, amenazando con sus sables.

Aresti sonreía recordando la fiesta de la noche anterior, las extravagancias infantiles de aquellos rústicos, enriquecidos rápidamente é imposibilitados de ostentar mejor sus ganancias en la vida aislada y laboriosa que llevaban en el monte. Sin detenerse en su marcha, el doctor contempló largo rato una colina roja que se alzaba á un lado del camino.

¿Quiere usted subir á la biblioteca? preguntó el hermano. Tiene poco que ver: todo en ella es antiguo. Lo antiguo era lo mejor dijo Aresti con gravedad. Usted está en lo cierto. ¡Ay, si todo el mundo pensase tan sanamente como usted! No como la gente de ahora que sólo lee novelas y libros malos contra la religión.

En esta habitación dijo el lego nació nuestro santo fundador. Aquí tuvo también el hermano Garrido su revelación portentosa. Usted habrá oído hablar de ella.... Pero viendo que el señor permanecía impasible, dijo con cierta impaciencia: Pero usted que sabrá quién era el hermano Garrido. ¡Oh! mucho dijo Aresti, que oía por primera vez este nombre.

Su primo había realizado todos sus deseos: una flota en el mar, altos hornos de fundición junto á la ría, casi todo el mineral de Vizcaya monopolizado por él, y el dinero acudiendo á sus manos, embriagándolo con la borrachera de la fortuna. La madre de Aresti había muerto mientras él estaba en París: había languidecido, como su cuñado, en aquel ambiente de grandeza que la asustaba.

Aresti calló. Parecía atolondrado por la injusticia del ataque. ¡

Como Aresti sonreía socarronamente, el hombrecillo pareció intimidarse ante su gesto. A ver: siga usted, señor Goicochea, dijo el doctor. Piense usted que ella tiene sus guiris, sus ches de pantalones rojos, prontos á disparar el fusil como en otros tiempos.