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Corre al pueblo y da esta carta al señor Robledo el ingeniero, ó al comisario... Al primero que encuentres. Quiso añadir nuevas explicaciones, pero el duende cobrizo ya no podía escucharlas. Se había lanzado cuesta abajo, y poco después saltaba sobre el caballo, desapareciendo al galope. Volvió otra vez Ricardo á subir la ladera arenosa para observar lo que pasaba en el rancho.

Apartábase la ladera de la vecindad del camino, formando un exiguo valle. La roca aparecía entre los árboles cortada verticalmente, y desde lo más alto de ella desplomábase una masa de agua chocando con las puntas salientes del basalto. Hervía esta agua en varias caídas con blancos espumarajos. El menudo polvo que levantaban sus burbujeos tomaba los reflejos del iris bajo la luz del sol.

Comenzó por advertir a aquel pobre hombre estupefacto que no volviera nunca a expresarse en ese tono de semejante inglés. «Ese hombre de quien usted habla, le dijo, se llama Carlos Darwin, y su frente es la ladera de una montaña»; y continuó disertando en este tono por diez minutos, hasta que sus amigos le interrumpieron para hacerle comprender lo perdido e inútil de aquella disertación.

Yo me resigné a seguir su ejemplo, mas no sin despedirme antes con una mirada cariñosa del esplendente panorama de la vega, contemplado entonces por desde una altura digna de las águilas. Hecho el descenso de aquella parte del brocal muy fácilmente, no tardamos en subir la ladera del cerro que seguía a la primera hondonada.

El coronel volvió á acordarse del viejo campesino que, apacentando sus ovejas en la ladera alpina, pasaba las horas con los ojos fijos en la maravillosa ciudad extendida á sus pies, en el mismo lugar que había visto de joven cubierto de matorrales. Entonces nació Monte-Carlo. Frente al peñón de Mónaco, formando la otra ribera del puerto, había una meseta abandonada.

Ya se veían los amplios sombreros negros trepar por la ladera a través de la nieve, con el fusil a la espalda y marchando tan de prisa como podían, y, sin embargo, Juan Claudio salió al encuentro de ellos, sudoroso, con la mirada huraña, y les gritó con voz enérgica: ¡Vamos! ¡Vamos!... ¡Más de prisa! ¡A ese paso no llegaréis nunca!

Nunca se vio una noche más hermosa; innumerables estrellas brillaban en el cielo azul obscuro; en la parte baja de la ladera, donde se había enterrado a tantos héroes, los brezos se estremecían movidos por el viento. Todos se sentían felices y enternecidos.

¡Padre San Vicente! mugía . ¡Cristo del Grao!... En vano le llamó el capitán. No podía oírle. Siguió nadando con toda la fuerza de su fe, repitiendo sus piadosas invocaciones entre bufidos ruidosos. Un tonel remontó la cresta de una ola, rodando por la ladera contraria.

Aquella es su casa añadió señalando una especie de cubo amarillento en mitad de la montaña, al borde de un camino que cortaba la ladera roja y negra. La princesa, después de adquirir el promontorio para su castillo medioeval, había considerado como asunto insignificante la adquisición de este pequeño extremo de su propiedad. «Deles usted lo que pidan», dijo á su hombre de negocios.

Hacía dos horas que caminaban de tal manera; el sol frío del invierno se hundía en el horizonte, y la noche, una noche clara y tranquila, se aproximaba. Solamente les faltaba bajar y subir la ladera opuesta del solitario desfiladero del Riel, que formaba una gran hoya redonda en medio del bosque, en el fondo de la cual se aparece una laguna de azuladas aguas que sirve de abrevadero a los corzos.