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En los domingos y fiestas de santos valencianos, que eran los primeros del cielo para el tío Caragòl San Vicente Mártir, San Vicente Ferrer, la Virgen de los Desamparados y el Cristo del Grao , aparecía la humeante paella, vasto redondel de arroz, sobre cuya arena de hinchados granos yacían despedazadas varias aves.

Estas viviendas se repetían en todos los puertos del Mediterráneo, como si fuesen obra de la misma mano. Ferragut las había visto de niño en el Grao de Valencia, y todavía las encontraba en la Barceloneta, en los suburbios de Marsella, en la Niza vieja, en los puertos de las islas occidentales, en las marinas de la costa africana ocupadas por malteses y sicilianos.

El viejo les hablaba del Cristo del Grao, cuya estampa ocupaba el sitio más visible de la cocina, y todos oían como un relato nuevo la llegada por el mar de la santa imagen, tendida sobre una escalera, dentro de un buque que se hizo humo luego de soltar su milagroso cargamento.

Venía al salón sin que nadie le llamase, ansioso por saber lo ocurrido, temiendo encontrar moribundo á Ferragut. Viendo la sangre, su desesperación se expresó con una vehemencia maternal. «¡Cristo del Grao!... ¡Mi capitán va á morir!...» Quiso correr á la cocina en busca de algodones y vendas. El era algo curandero, y guardaba lo necesario para el caso. Ulises le detuvo.

Angulo, regidor de Toledo y su alcalde de Sacas; D. Guillén de Castro, capitán del Grao de Valencia; D. Diego Jiménez de Enciso, caballero de Sevilla; Hipólito de Vergara; el maestro Ramón, sacerdote; el licenciado Justiniano; D. Gonzalo de Monroy, regidor de Salamanca; el Dr.

¡Padre San Vicente! mugía . ¡Cristo del Grao!... En vano le llamó el capitán. No podía oírle. Siguió nadando con toda la fuerza de su fe, repitiendo sus piadosas invocaciones entre bufidos ruidosos. Un tonel remontó la cresta de una ola, rodando por la ladera contraria.

Aquel cielo y aquel suelo en el Grao de Valencia, ó las orillas del Guadalquivir, sería una dulcísima parodia de los jardines del Profeta; mas un paraíso, anclado en medio del revuelto Pacífico, lejos del universal concurso y sin tener por lo menos una Eva, es un paraíso que al principio encanta, después, aburre, y por último desespera.

Casi oculto el caserío entre la vegetacion de las cercanías, no se distingue sino como una sombra vaga; pero se reconoce dónde está situado. Despues se penetra al seno del golfo, en el puerto del Grao; detestable de suyo, pero artificialmente mejorado en lo posible. Llegó el momento de tocar con la aduana y los carabineros, esos cuervos marinos del comercio.

Esto fué lo único que Caragòl pudo ver claramente, y rompió á aplaudir con una alegría infantil. Luego agitó en alto su sombrero de palma. «¡Viva el Santo Cristo del Grao!...» Otros proyectiles fueron cayendo en torno del Mare nostrum, salpicándolo con sus enormes surtidores de espuma. De pronto tembló de popa á proa: se estremecieron sus planchas con una vibración de estallido.

Eran líneas cortas é iguales, comenzadas con mayúsculas: John Bull rimaba también.... Tantas coincidencias me desesperaban: aquel hombro mudo era, pues, mi sombra, y esto que el silencio no entra en mis hábitos de vida. En el Grao de Valencia, al dia siguiente, el Inglés desembarcó en una lancha y yo en otra.